La buena onda (Pere León) Ed. Urano  ISBN: 9788479539474

La buena onda

Referencia: 9788479539474
8,00 €
7,60 € 5% de descuento

¿Quieres mejorar tu descanso,
combatir el insomnio, evitar enfermedades
y vivir más años?

  • Edición ampliada y actualizada con prólogo de Álex Rovira
  • Incluye consejos prácticos para protegernos del impacto de las radiaciones naturales y artificiales en nuestros hogares y puestos de trabajo.
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Estamos permanentemente sometidos a toda clase de ondas y radiaciones, desde las generadas por la Tierra (campos magnéticos, corrientes de agua) hasta las producidas por el hombre (torres de alta tensión, wifi, móviles, antenas de telefonía). ¿Qué efecto tienen esas interferencias en nuestro organismo? ¿Cómo nos afecta dormir sobre una corriente de agua? ¿Qué podemos hacer para minimizar el efecto de las «malas ondas»?
El arquitecto Pere León, experto en geobiología, nos acerca los conceptos básicos de esta disciplina para advertirnos sobre los peligros de vivir constantemente expuestos a ondas dañinas y proporcionarnos las claves para crear espacios más habitables y saludables. Vivir con «buena onda» no requiere grandes cambios ni inversiones. Un gesto tan simple como cambiar la cama de sitio nos puede ayudar a prevenir y a paliar desde molestias como el insomnio, el cansancio excesivo o las migrañas hasta graves enfermedades inmunológicas y degenerativas.

Pere León

es arquitecto interiorista y geobiólogo, formado en Geobiología en la Escola Sert (Colegio Oficial de Arquitectos Técnicos de Cataluña) y en la Fundación para la Salud Geoambiental (Madrid). Es especialista en bioconstrucción y medición de campos electromagnéticos y está considerado uno de los mayores expertos en su campo.

  • Encuadernación: Rústica con solapas
  • Formato: 135 x 213
  • Páginas: 160

 

Estamos permanentemente sometidos a toda clase de ondas y radiaciones, tanto las generadas por la Tierra como las producidas por las nuevas tecnologías. Hoy en día, sabemos que una exposición intensa o prolongada a esas interferencias puede tener efectos muy negativos sobre nuestra salud, desde insomnio o dolor de cabeza hasta enfermedades inmunológicas o degenerativas. El arquitecto Pere León, experto en la creación de espacios saludables, nos acerca los conceptos básicos de la geobiología para ofrecernos estrategias sencillas que nos ayudarán a evitar o minimizar el impacto de las «malas ondas».
Descubre cómo te afectan las radiaciones invisibles y aprende a protegerte de ellas en una obra considerada la biblia de las «buenas ondas», presentada por el escritor Álex Rovira.
Dedicamos cada vez más tiempo a cuidar de nuestra salud y, sin embargo, prestamos poca atención a las condiciones en las que vivimos y descansamos. La exposición continuada a ondas y radiaciones, sobre todo las de origen natural, como corrientes de agua o campos magnéticos, pero también las de origen artificial, como wifi, móviles o antenas de telefonía, debilitan el sis­tema inmunológico sin que nos demos cuenta y, a la larga, pueden dar lugar a graves enfer­medades. Pero no podemos escapar de ellas: vivimos «empapados» de ondas y radiaciones, cuyo gran peligro es que son invisibles y actúan lentamente. Es necesario tomar medidas.
Pere León, que lleva años comprobando los efectos de esos silenciosos enemigos en cientos de hogares, recurre a su experiencia en geobio­logía y biohabitabilidad para ayudarnos a vivir en entornos más sanos y habitables. Con este propósito, nos ofrece algunas claves sencillas para detectar perturbaciones, tanto naturales como artificiales, y corregirlas: El objetivo es conseguir espacios que no solo sean cómodos y seguros, sino también libres de zonas geo­patógenas y contaminación electromagnética. Descubriremos que vivir con «buena onda» no requiere grandes cambios ni inversiones. Ges­tos tan sencillos como reubicar la cama, desco­nectar algunos aparatos o cambiar el escritorio de sitio nos pueden ayudar a prevenir y a paliar desde molestias como el insomnio, la irritabi­lidad o la fatiga hasta fibromialgias o incluso cáncer.

Índice

Presentación. Un mundo con buena onda     9
Prólogo de Álex Rovira     13
Lo hice y lo aprendí     19
Cambios causales     25
Dormir o enfermar     31
Casas y casos      37
Qué es la geobiología y cómo te puede ayudar     43
Un poco de historia     49
El buen lugar      53
Cómo se detectan las ondas naturales      61
Cómo se detectan las ondas artificiales      65
La electrosensibilidad, una nueva epidemia     71
Efectos de las ondas sobre la salud y el bienestar     79
Qué dicen los médicos     89
Radiaciones y cáncer     95
Qué hacer con las ondas naturales     101
Corrientes subterráneas      103
Fallas     106
Líneas Hartmann y Curry     107
Radiactividad ambiental      110
Qué hacer con las ondas artificiales      115
Instalación eléctrica en casa o en la oficina     117
Electrodomésticos      121
Ordenadores, tabletas y smartphones      126
Wifi     129
Móviles     133
Un caso especial: los teléfonos inalámbricos     136
Ondas que provienen del exterior del hogar     137
10 sencillos consejos de aplicación inmediata      143
Toma medidas ¡ya! (a modo de conclusión)        145
Agradecimientos     149
Para saber más     151
El autor     153

 

Presentación.
Un mundo con buena onda

Cuando publiqué este libro por primera vez, en abril de 2013, me movía un propósito fundamental: alertar a las personas de los peligros de las radiaciones para su salud. Ese propósito se mantiene intacto. De hecho, sólo ha cambiado una cosa en estos tres años: ahora estoy todavía más convencido de la ne­cesidad de tomar medidas para protegernos del impacto de las radiaciones, tanto de las naturales como de las artificiales, porque en este tiempo he visto a diario sus efectos en cientos de hogares. Y porque intuyo, viendo la realidad actual, que si no ponemos remedio podemos ser víctimas, en un futuro no muy lejano, de una auténtica epidemia.
Y es que hay un hecho indiscutible: estamos permanen­temente rodeados de radiaciones. Es más: vivimos en una sopa cada vez más espesa de radiaciones naturales y artifi­ciales cuyos efectos a largo plazo sobre las personas son una inquietante incógnita. Cuando hace una década, debido a una vivencia personal que más adelante te relataré, empecé a interesarme por el estudio de las ondas y su incidencia so‑
bre la salud, apenas se sabía nada sobre esta cuestión. En aquel momento se empezaba a hablar, por ejemplo, de telé­fonos inteligentes, y las tabletas y otros dispositivos eran to­davía cosa de ciencia ficción. De hecho, el primer iPhone, para que te hagas una idea, apareció en 2008, y el primer iPad, en 2010, es decir, hace cuatro días (y ahora parece que siempre han estado ahí, ¿verdad?). Tampoco había tantas antenas de telefonía móvil ni rúters wifi como ahora, ni el planeta en su conjunto estaba tan tecnificado. En definitiva, muchas tecnologías que ahora nos parecen imprescindibles y que se han extendido por todo el mundo de una manera exponencial ni siquiera existían.
A esta «sopa de ondas» actual hay que añadir las radiacio­nes naturales, es decir, las que provienen del subsuelo y del cie­lo. Aunque siempre han existido, en los últimos tiempos no dejan de removerse y reactivarse por la acción incesante y cada vez más contundente del hombre sobre la Naturaleza. Las energías telúricas, por ejemplo, son unas grandes desconoci­das. Pocas personas saben que están en el origen de muchas de las enfermedades que padecemos. A veces son sólo cefaleas re­currentes o cansancio crónico, pero otras veces se transforman en dolencias mucho más graves.
Falta, por tanto, conciencia sobre los riesgos que compor­ta vivir empapados de radiaciones, cuyo gran peligro es que son invisibles y actúan lentamente. Para explicar su efecto uso a veces la metáfora del tabaco, pues aunque inexacta es muy ilustrativa: si te fumas un cigarro de vez en cuando, es impro­bable que mueras a causa del tabaco, pero si te fumas un pa‑
quete durante treinta o cuarenta años, y además tu cuerpo tie­ne cierta predisposición genética al cáncer de pulmón, tienes muchos números de padecerlo. Hay, por tanto, dos factores principales: la predisposición genética y el grado de exposi­ción. No todo el mundo reacciona igual, y eso hace que algu­nas personas no acaben de prestar atención al fenómeno de las radiaciones y su efecto sobre la salud, o que lo relativicen. Pero hay un dato claro: en los países avanzados cada vez hay más personas que padecen electrosensibilidad, un nuevo sín­drome que amenaza con convertirse en una verdadera epide­mia, como te explicaré más adelante.
Un encuentro casual con el escritor, divulgador y ahora buen amigo Álex Rovira me dio el impulso para escribir so­bre este tema y lanzarme a una labor de difusión y concien­ciación. Empecé con La buena onda (cuya versión revisada y ampliada tienes en las manos) y seguí con un segundo libro, publicado recientemente con el título de Vivir en modo avión. Y no voy a parar, pues siento que éste es mi propósito vital y mi modesta aportación a la mejora del mundo. Porque ¿aca­so no queremos todos dejar un mundo mejor a nuestros hi­jos, un mundo con buenas ondas, un mundo, en definitiva, donde disfrutar de una buena vida? Yo sí, lo tengo claro.
Te invito a adentrarte en este conocimiento ancestral y ac­tual que recibe el nombre de «geobiología», a informarte y a saber, para luego tomar tus propias decisiones.
Y te deseo una feliz y provechosa lectura.

Prólogo de Álex Rovira

Hace unos años alquilé una casa en un bonito pueblo ale­daño a un parque natural cercano a Barcelona. Con gran ilusión nos mudamos allí. La casa era rústica y muy agrada­ble. Sus propietarios, no obstante, y por desgracia, estaban enfermos. Él sufría un cáncer en fase avanzada, a causa del cual pereció a los pocos meses de que nos instaláramos. Su mujer mostraba también un precario y muy delicado esta­do de salud, evidente a simple vista. Atribuí esta situación a la edad de ambos, que debían de tener, estimo, alrededor de ochenta años.
La cuestión es que una vez en mi nuevo hogar comencé un viaje hacia un empeoramiento claro y progresivo de mi sa­lud. El insomnio se hizo crónico, mi fuerza y ánimo empeza­ron a debilitarse, y mi humor, por lo general elevado y siem­pre en buen estado, se resintió claramente. Me sentía agotado. Me resultaba imposible conciliar el sueño más de media hora seguida durante la noche. Dormía a pellizcos y me desvelaba con ansiedad. Sentía que había algo en mi cuerpo que no fun­cionaba, pero no sabía encontrar una causa clara a este males‑
tar progresivo, en especial al insomnio pertinaz que me acom­pañaba, ya que mi estilo de vida, alimentación y hábitos eran sin duda saludables. Esta situación, repetida día tras día, iba drenando mis fuerzas y me angustiaba, pues no era capaz de encontrar el porqué de aquel marasmo progresivo.
Un día, tras un largo periplo por varios especialistas inca­paces de dar con el origen de mi insomnio y mi agotamiento, me encontré por casualidad con un arquitecto afable y próxi­mo, gran conversador y apasionado de su trabajo, al que había conocido tiempo atrás en una cena de trabajo. Su nombre era, es, Pere León. El día que lo conocí departimos un rato tras la cena y me habló sobre su oficio, que consistía en crear espacios donde se tenía en cuenta no sólo la estética y el confort, sino también la salud de las personas que los habitaban. Me habló de un concepto que me resultó muy curioso, la geobiología, y me comentó que estaba ahondando en el estudio de esta disci­plina con resultados sorprendentes. A pesar de cierto escepti­cismo inicial por mi parte, la honestidad, el rigor y la coheren­cia que me transmitió Pere hicieron que intercambiáramos tarjetas profesionales.
Su lucidez y entusiasmo quedaron impresos en mi memo­ria, así que aquel domingo en que lo encontré de nuevo mien­tras ambos íbamos con nuestros hijos a comprar el periódico al quiosco del pueblo, lo reconocí, lo saludé y charlé un rato con él. Dio la casualidad de que tenía una casa en la montaña, a unos tres kilómetros de la mía. Recordé el primer encuentro y me vino a la cabeza la conversación que tuvimos entonces so­bre la geobiología. Yo seguía con insomnio y malestar, a pesar
del peregrinaje por varios médicos que, tras hacerme numero­sos análisis, no habían encontrado una causa clara a mi perti­naz malestar físico y mis desvelos nocturnos. Pensé entonces que aquel encuentro quizá no era tan casual, y pedí a Pere que echara un vistazo a mi nueva casa. Decidí también solicitar los servicios profesionales de otro geobiólogo para tener un segun­do diagnóstico. De hecho, los convoqué en paralelo pero por separado. Mi sorpresa fue mayúscula cuando ambos me mos­traron las mismas corrientes y líneas de fuerza sobre los planos de la casa. ¡Coincidían exactamente! El diagnóstico que los dos me hicieron, cada uno por su lado, fue también el mismo y con­cluyente: «Vete ya de esta casa. Es una “casa cáncer”». Recuerdo con nitidez que Pere añadió una pregunta-afirmación: «Algu­no de los propietarios de esta casa tenía cáncer, ¿verdad?» Me dejó helado. Perplejo, respondí afirmativamente y le interpelé por qué me hacía aquella pregunta. «Porque el grado de patolo­gía que tiene esta casa es altísimo. Es lo que en la jerga del sector llamamos una “casa cáncer”.»
Así fue. Tanto él como el otro profesional coincidieron en su pronóstico: «Debes dejar esta casa ya o el insomnio y el decaimiento a la larga se convertirán en una caída de tu siste­ma inmunitario, y con el paso del tiempo llegará algo peor».
No me lo pensé ni dos días. Al fin tenía una explicación que daba sentido a mis desvelos. Busqué una nueva casa de al­quiler, dejé las paredes que alojaron mis insomnios y abati­mientos y encontré otro hogar, al que previamente y de nuevo, para evitar más disgustos, sometí al diagnóstico tanto de Pere como del otro profesional. De nuevo, por separado, volvieron
a coincidir en todo: «En esta casa estarás bien». El lector descu­brirá en las próximas páginas en qué consiste la geobiología, pero quiero adelantarle que no tiene nada de esotérico: es pura física, medible y cuantificable.
En mi nueva casa volví a descansar y a disfrutar de un sue­ño reparador, recuperé la energía física perdida y con ella el humor. Las cefaleas cesaron, los despertares nocturno súbi­tos desaparecieron y mi estado de ánimo y fuerza vital se re­cuperaron en menos de tres meses. Recuperé el sueño y la sa­lud. Y además gané algo sumamente valioso: un gran amigo, una bella persona, un profesional excepcional: Pere León.
Pere es grande, literalmente. Y no me refiero sólo a su cor­pulencia o fuerte estructura física, que es evidente. Me refiero a la grandeza de su alma. Doy fe de ello. Es, además, un ex­traordinario profesional: riguroso, honesto, trabajador incan­sable, lúcido, amable y con un amor por su trabajo que da gus­to ver y experimentar como cliente.
A raíz de mi experiencia, le animé a escribir un libro que despojara a su disciplina de todos los posibles prejuicios. Des­de la ignorancia o la distancia puede interpretarse como algo banal, esotérico o metafísico, pero no hay nada de eso. Insisto: es pura física, medible, cuantificable, observable. El oficio de Pere y de otros profesionales rigurosos de esta disciplina cura, cambia vidas, salva vidas. A mí me la cambió, así que doy fe.
En las páginas siguientes, de un modo ameno, ilustrativo y metódico, Pere nos acompaña en un viaje que nos mostrará por qué nuestra salud depende del lugar en que vivimos, del latido de la tierra a través de las ondas electromagnéticas y de
las ondas que generan las actividades de telecomunicaciones humanas. Nos muestra, a través de casos que él mismo ha diagnosticado y resuelto, cómo se detecta y trata una geopa­tía y cuál es el camino que va del malestar o la enfermedad a la salud.
Es para mí una gran alegría poder prologar este libro a uno de mis mejores amigos. Sé que está escrito con la volun­tad de ser útil, de aportar salud, de ayudar a quien sufre sin conocer la causa de su sufrimiento físico. Sé que Pere es un profesional vocacional al que no mueve el afán de lucro, sino, por encima de todo, la voluntad de servir. Y sé que a mí me cambió la vida. Nos devolvió el sueño reparador a mí y a mis hijos, y la salud, que es el bien más preciado que tenemos en esta vida.
Por todos esos motivos, este libro que tienes en las ma­nos, querido lector, tiene un gran valor. A ello hay que añadir la facilidad con que se lee, porque atrapa, ilustra y sorprende. Y el mérito no es menor, ya que no es nada fácil conseguirlo.
Buena suerte, Pere. Con tu trabajo propicias mucha buena vida a mucha buena gente, que te aprecia, reconoce y quiere. Por ello, era inevitable que este libro llevara por título aquello que tú creas con tu buen hacer y emites con tu presencia: ¡Bue­na Onda! No podía ser de otra manera.
Y a ti, querido lector, como siempre, con esta buena onda que nos ofrece Pere, te deseo feliz lectura, buena vida y, por supuesto, buena suerte.

ÁLEX RovIRA

Lo hice y lo aprendí

Hay una famosa cita de Confucio que reza: «Me lo explicaron y lo olvidé; lo vi y lo entendí; lo hice y lo aprendí». Después de lo que me sucedió hace unos años, entendí plenamente el significado de estas palabras.
Por entonces, hablo del año 2003, yo tenía un estudio de arquitectura e interiorismo, que todavía conservo, que se dedi­caba a realizar promociones inmobiliarias, obras por encargo e interiorismo efímero. Era el momento de máximo auge del boom inmobiliario en España, así que me ganaba bien la vida. Combinaba pequeñas promociones de pisos con buenos en­cargos profesionales, de modo que las cosas me iban bien y disfrutaba con mi trabajo. Además, acababa de tener a mi pri­mer hijo y el segundo estaba en camino. De alguna manera te­nía la sensación de que mi vida se regía por factores conocidos que en su mayoría podía controlar.
Aquel mismo año 2003 surgió una oportunidad de aqué­llas que pocas veces aparecen en la vida: un solar precioso en el centro de Sabadell, la población barcelonesa en la que vivo. Allí construí el hogar de mis sueños: un piso amplio, con un
gran patio para los niños y todas las comodidades. Un piso, en definitiva, que de otra forma no habría podido comprar nunca y que gracias a aquella oportunidad pude tener y dis­frutar.
Mi mujer, mis dos hijos pequeños (ya había nacido el se­gundo) y yo entramos a vivir en el flamante piso nuevo en octubre de 2005, después de dos años de obras. Estábamos nerviosos e ilusionados, como es lógico, así que las primeras noches no descansamos muy bien. No le dimos mayor im­portancia y pensamos que a todos nos hacía falta adaptarnos al nuevo espacio. Pero al cabo de unas semanas los niños se­guían durmiendo mal, se levantaban varias veces por la no­che, arrastraban el cansancio durante el día y se mostraban más alterados e irritables que antes del traslado. Lo mismo sucedía con mi mujer, que ni siquiera en las pocas noches que los niños estaban tranquilos conseguía descansar.
Pasamos así algunos meses, quizá cinco o seis, hasta que al final la situación se hizo insostenible. Mi mujer se levanta­ba cada día chafada y sin energía, más cansada incluso que cuando se iba a dormir. Así que llegó un momento en que no pudo más y empezó a buscar soluciones. Un día llegué a casa y me dijo:

—He hablado con mi madre. Me ha recomendado un geobiólogo.

—¿Un geoqué? —respondí al instante.

—Un geobiólogo. Un señor que mirará qué pasa con la casa —respondió mi mujer para simplificar y no tener que darme más explicaciones.

Nunca había oído hablar de aquella profesión, y eso que me dedicaba a la arquitectura, así que seguí preguntando: —¿Y qué hace un geobiólogo?

—Pues al parecer mira si las casas tienen algún problema que impide descansar bien a los que viven en ellas.

—Esta casa no tiene ningún problema —repliqué, sacan­do el orgullo profesional.

—Bueno—dijo ella—, a lo mejor él detecta algo que no­sotros no sabemos ver.

—¿Y qué tiene que detectar ese individuo?

—No lo sé exactamente, Pere —respondió mi mujer—. Mi madre me ha dicho que viene con un péndulo o unas va­rillas y mira si hay radiaciones naturales que afectan a las personas.

Me indigné:

—¡¿Un péndulo o unas varillas?! ¡Vaya, lo que me faltaba por oír!

Yo era por entonces una persona muy cartesiana, de las que buscan una explicación racional a todo y sólo creen en lo que se puede explicar científicamente. Además, conocía a mi suegra y sabía de su afición por lo que yo consideraba «co­sas alternativas y un poco esotéricas». Por todo ello, al prin­cipio me mostré muy escéptico. Por fortuna, mi mujer era más abierta que yo. Y más pragmática, pues en definitiva es­taba dispuesta a creer en cualquier cosa que funcionara, tu­viera o no una explicación lógica. Así que al final vino aquel señor, y durante un rato se paseó por la casa con un péndulo colgando de una mano. Mientras recorría los dormitorios asintió un par de veces, como confirmando sus sospechas, y cuando acabó el recorrido nos explicó que los niños y mi mujer estaban durmiendo sobre una corriente de agua y que aquello era lo que les impedía descansar bien.
Como digo, yo era por entonces muy escéptico, así que pri­mero se me escapó una risita ladeada y luego lancé una mirada irónica al cielo. Pero lo peor vino luego, cuando mi mujer pre­guntó qué teníamos que hacer y él nos recomendó que cambiá­ramos las camas de sitio. Me indigné. ¿Tenía que cambiar un di­seño interior que había hecho a medida, que había imaginado y plasmado con toda la dedicación y el amor del mundo, que ha­bía concebido para que resultara cómodo y funcional, a la vez que estéticamente atractivo, sólo porque un señor raro, que se había paseado con aires místicos por MI casa con un péndulo en una mano, me lo dijera? ¡Ni hablar! ¡Hasta ahí podíamos llegar!
Me resistí con firmeza, pero mi mujer insistió con la mis­ma firmeza. Al final lanzó un argumento-pregunta que no pude replicar:

—¿No estás dispuesto a probarlo ni siquiera por tus hijos?

Ahí tuve que aflojar, pues me tocó la fibra sensible. El pru­rito profesional es importante, pero el bienestar de los hijos está por encima de todo. Así que, al final, después de darle un par de vueltas, llegamos a un acuerdo. Por un lado cambia­mos de lugar las camas de los niños, por si acaso. Por otro, y dado que yo no creía en el diagnóstico de aquel hombre, inter­cambiamos nuestros lugares en la cama, de modo que mi mu­jer empezó a dormir en el lado que hasta ese momento había ocupado yo, y yo, en el que había ocupado ella.
Lo habitual, ahora lo sé por experiencia, es que estos cam­bios tarden unos días en dar resultado, pero en el caso de los niños, que son especialmente sensibles y no tienen prejuicios, el efecto puede ser instantáneo. Así fue en aquella ocasión: mis hijos notaron el cambio la primera noche. Me quedé sorpren­dido, pero aun así mantuve que aquello era casual y que lo más probable era que los niños se hubieran empezado a acostum­brar a su nueva casa después de unos meses. Hasta que, pasa­das unas cuantas noches, empecé a sufrir insomnio. Al princi­pio lo atribuí al estrés del trabajo, a los nervios por los nuevos proyectos, a los cambios recientes, entre otros motivos. Bus­qué todas las excusas posibles, hasta que un día, agotado y har­to de no dormir bien, cedí y decidí cambiar la cama de sitio. Estaba tan exhausto que no tenía fuerzas ni para mantener mi escepticismo.
Al principio nos limitamos a mover la cama hacia el ar­mario, tal y como nos había indicado el geobiólogo, con lo cual en un lado apenas quedaba espacio para acceder a la cama y en el otro quedaba un espacio enorme prácticamen­te vacío. Era, desde un punto de vista funcional, una aberra­ción, pero me convencí a mí mismo de que no perdía nada probándolo. Al fin y al cabo, pensé, las personas racionales también se fían del clásico método de prueba error, ¿no?
Fue entonces cuando empezó a tomar pleno sentido para mí la cita de Confucio, sobre todo esa parte que dice: «Lo hice y lo aprendí». Dicho de otra forma: todos empezamos a dor­mir bien. No había una explicación lógica desde mis paráme­tros de arquitecto, pero la realidad era incuestionable.
Así fue como aprendí por experiencia, mediante mis pro­pios actos, que, para descansar bien y reponernos, las perso­nas tenemos que dormir en determinadas circunstancias, circunstancias que no siempre coinciden con nuestras elec­ciones personales, estéticas y/o funcionales. En nuestro caso, la cama estaba en un lugar que yo jamás habría elegido (y allí sigue), pero dormíamos y descansábamos bien. Así que acep­té la evidencia. Acepté que aquel hombre extraño del péndu­lo tenía razón. Y que, entre tener razón y tener salud, prefe­ría lo segundo. Eso sí: me propuse averiguar cómo diablos funcionaba aquello, desvelar el misterio de las buenas y las malas ondas.

RECUERDA

Para descansar bien tenemos que dormir en determinadas circunstancias, que no siempre coinciden con nuestras elec­ciones personales, estéticas y/o funcionales: debemos si­tuar la cama en un lugar libre de radiaciones naturales.

Cambios causales

Con el paso del tiempo me doy cuenta de que aquélla fue la mejor decisión de mi vida. No sólo por el hecho de que a par­tir de aquel momento empezamos a dormir todos bien y cam­bió el «clima» doméstico, sino porque a nivel íntimo empecé a experimentar un importante cambio de enfoque profesional y vital. Sin apenas darme cuenta empecé a abrirme a fenóme­nos extrasensoriales que hasta ese momento consideraba eso­téricos, infundados y hasta ridículos. Y eso, junto con algunas decisiones que ahora veo como causales y no casuales, cambió mi vida en muchos sentidos. De hecho, fue el inicio de una reinvención profesional que me ha llevado, entre otras cosas, a escribir este libro.
Lo que sucedió, en concreto, es que poco después, en el año 2006, decidí abandonar el negocio inmobiliario. Algu­nos amigos me dijeron que estaba loco al desaprovechar la oportunidad de ganar mucho dinero, pero yo sentía, si es que se puede decir así, que aquella etapa se había acabado y tenía que enfocarme en otra cosa. Decidí vender todos los solares edificables que tenía junto con otros socios y liquidar todas
las pólizas de crédito e hipotecas que me agobiaban. A pesar de eso, ganamos un buen dinero, pues en aquel momento to­davía se pagaban precios desorbitados por un terreno. Tras eso, me centré en mi pequeño estudio de arquitectura. Cu­riosamente, al cabo de un año empezó a hablarse en España del que luego se convertiría en el famoso «estallido de la bur­buja inmobiliaria», pero yo, gracias a que había hecho caso de mi intuición, ya no estaba en el negocio.
Sin saber cómo ni porqué, empecé a abrirme a la intuición, y desde entonces le he hecho caso a menudo. No sé decirte en qué consiste exactamente la intuición, pero sí puedo explicarte algunas cosas sobre geobiología y biohabitabilidad que pueden ayudarte a vivir mejor, es decir, a disfrutar de mayor salud y bienestar. Y es lo que voy a tratar de hacer en este libro. Déja­me que te cuente antes cómo me introduje en este mundo, an­taño ajeno a toda racionalidad y hoy cada vez más incorpora­do a la actividad profesional de arquitectos y médicos.
Como te decía, tras mi propia experiencia personal quise saber más de aquel misterioso fenómeno de las corrientes sub­terráneas que alteraban el sueño y la salud de las personas. Con el tiempo averigüé que esto es sólo una parte, aunque muy importante, de una ciencia compleja y poco conocida, la geobiología, pero por entonces lo único que quería era apren­der algo nuevo que pudiera aplicar a mi trabajo de creación de espacios. Me puse en contacto con la persona que tenía más a mano: aquel señor mayor, místico y poco hablador que ha­bía visitado mi casa un tiempo atrás y nos había diagnostica­do lo que él llamó una «geopatía». Pensé que si él se dedicaba
a ir a las casas y sugerir cambios que a veces implicaban re­formas, no sólo podía aprender de él, sino que incluso podía­mos colaborar profesionalmente.
Me costó unos tres meses fijar una cita, pues él siempre estaba muy ocupado. Hacía, y creo que aún hace, mil cosas, entre ellas acupuntura, homeopatía, etc. Cuando por fin nos encontramos en el pueblo del interior de la provincia de Bar­celona en que reside, me explicó que su padre era zahorí, y que él se había dedicado desde pequeño a acompañarlo cuan­do iba con su péndulo a buscar pozos de agua. Con el tiempo aprendió el oficio del padre y desarrolló la sensibilidad im­prescindible para ejercerlo, una sensibilidad que después em­pezó a aplicar a la detección de corrientes de agua subterrá­neas que impedían el descanso de las personas y que, en última instancia, provocaban que enfermaran. No tardamos en esta­blecer un acuerdo de colaboración profesional, pero a mí se­guía picándome la curiosidad, así que, cuando al final de la conversación me preguntó si me gustaría aprender más so­bre el tema, no lo dudé y dije que sí.

—Pues mañana mismo empiezo un curso —me dijo—. Estás invitado a venir, si lo deseas.

Me pregunté si era casualidad o causalidad, como tantas otras cosas que me estaban sucediendo por entonces. En cual­quier caso, dije que sí.
Aquel fin de semana se me abrieron las puertas a todo un mundo por explorar. Al mismo tiempo, fue el punto de parti­da de un proceso de reinvención personal y profesional. Me encontré con personas normales y corrientes, como yo, que se
acercaban a aquel conocimiento ancestral, y a la vez renova­do, porque también habían sufrido algún tipo de problema de salud, en carne propia o en la de sus seres más queridos, y que habían encontrado la solución de la mano de aquel hombre sereno que manejaba de forma misteriosa un péndulo como si fuera un minibotafumeiro. Con el tiempo supe también que los que utilizan el péndulo en lugar de las varillas metálicas (más adelante te hablaré de ellas) son personas que han desa­rrollado una sensibilidad especial. Pero en aquel momento mi primer objetivo era entender cómo funcionaba aquel mundo de ondas que de una forma mágica, en apariencia, conse­guía detectar lugares alterados y potencialmente perjudiciales para las personas que vivían en ellos.
Durante los siguientes fines de semana (luego fueron mu­chos durante varios años) aprendí cómo se hacía un estudio de geobiología, y más tarde empecé a hacerlos yo mismo. Ac­cedí a una gran cantidad de conocimientos, algunos ancestra­les y otros actuales, sobre cómo nos afectan las radiaciones, y en especial sobre qué podemos hacer para impedir que nos perjudiquen. Fui descubriendo con asombro que aquello se me daba bien, y que tenía la sensibilidad necesaria para detec­tar vetas de agua subterráneas y fallas geológicas que, como te explicaré un poco más adelante, curiosamente parecían estar asociadas con enfermedades que sufrían o habían sufrido las personas que dormían sobre ellas.
Desde entonces he visitado infinidad de casas y lugares de trabajo y he constatado muchas veces esa asociación. He visto casos flagrantes y otros más sutiles, algunos obvios y
otros que rozan la cuestión de fe. He aprendido, y por fin aceptado, que algunos fenómenos naturales existen, y que no se pueden negar ni deben ser despreciados por el simple hecho de que no seamos capaces todavía de darles una ex­plicación científica y según nuestros parámetros. Unos pa­rámetros que además, no lo olvidemos, también van cam­biando con el tiempo.
En cualquier caso, lo importante es que sigo sorpren­diéndome con cada nuevo estudio y con cada nueva solución. Y que ahora, además de crear espacios confortables y bellos, como he tratado de hacer siempre, puedo ayudar de alguna forma a las personas a mejorar su descanso y su salud.

RECUERDA

Existen fenómenos que todavía no somos capaces de expli­car científicamente, pero que no por ello son menos reales. La influencia de las corrientes subterráneas sobre la salud de las personas es uno de estos fenómenos. La práctica de­muestra que dormir de manera continuada sobre una co­rriente de agua tiene efectos perjudiciales.

 

 
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