Shinrin-Yoku, por Annette Lavrijsen. Lince Editorial

Shinrin-Yoku

Referencia: 9788417302085
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El arte japonés contra el estrés mediante la naturaleza.

Shinrin-Yoku, el nuevo fenómeno japonés para vencer el estrés

El Shinrin-Yoku (literalmente «baño de aire en el bosque») es una terapia japonesa que se practica desde hace siglos y que ayuda a restablecer el equilibrio entre cuerpo, men­te y alma.

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El Shinrin-Yoku (literalmente «baño de aire en el bosque») es una terapia japonesa que se practica desde hace siglos y que ayuda a restablecer el equilibrio entre cuerpo, men­te y alma.
Annette Lavrijsen nos presenta el Shinrin-Yoku,  terapia que nos enseña a aplicar métodos con ejercicios para caminar conscientemente por el parque o el bosque más cercano a nuestra casa. En Japón, hay un aforismo muy popular que dice: «El camino a través del bosque conduce a una vida más saludable, más feliz y más productiva». Por eso han convertido los paseos por la naturaleza en una terapia popular para vencer el estrés, el letargo y otras dolencias. En los últimos años, numerosos estudios han demostrado la verdad de esta terapia ancestral que se está convirtiendo en una gran tendencia sanadora en los Estados Unidos.

Annette Lavrijsen

Ha sido editora de Women’s Health en Holanda. Como periodista independiente escribe sobre salud, psicología y naturaleza, y también sobre la relación que puede establecerse entre esos temas. Vive en­tre Ámsterdam y Barcelona.

ÍNDICE

Prólogo        11

  1. Un principio holístico        15
  2. Tierra        45
  3. Agua        95
  4. Fuego        129
  5. Viento        171
  6. Una vida más natural        201

Agradecimientos        231

Bibliografía consultada       233

PRÓLOGO

Cuando hace varios años escuché hablar por primera vez del shinrin-yoku en un café de Ámsterdam, me imaginé una reunión secreta de figuras sacadas de una película de anime lideradas por un viejo monje desnudo en la que se realizaban rituales chamánicos en mitad de un bosque.
Nada más lejos de la realidad, claro, pero la idea de los baños forestales me fascinó y decidí viajar hasta Japón para desentrañar el misterio de aquel fenómeno. Una vez allí, me puse a explorar montañas y valles cubiertos de bosques y entré en contacto con las creencias animistas sintoístas que afirman que plantas, animales y montañas tienen espíritu y que en algunos casos hasta les otorgan cualidades divinas.
Más que una terapia concreta, el shinrin-yoku me pa­rece una descripción poética de algo que en nuestra so­ciedad, sumamente urbanizada y digital, olvidamos cada vez más: la presencia en nuestro interior de un lugar para la curación al alcance de todo aquel que se atreva a qui­tarse las legañas de los ojos y ser más consciente. Yendo al bosque, ralentizamos la velocidad y experimentamos la naturaleza con todos nuestros sentidos, y, así, vigorizamos nuestro cuerpo, calmamos nuestra alma y permi­timos que nuestro corazón se asombre. En este libro te cuento cómo hacerlo, pero primero deja que comparta contigo cómo me ayudó a mí la naturaleza.
Tengo una constitución delicada y una azotea capaz de darle numerosas vueltas a cualquier cosa como si el mundo entero dependiese de ello. Por lo tanto, he sido toda mi vida un objetivo fácil para todo tipo de estímulos, tanto positivos como negativos. Durante mi niñez en el campo jamás me metí en problemas. Pero una vez me con­vertí en adulta, la ajetreada vida urbana me obligaba a nadar con todas mis fuerzas en el río de las preocupacio­nes diarias para no acabar con la cabeza bajo el agua. Como si fuera un mono que salta de rama en rama, seguía un impulso tras otro, algo que en algunas ocasiones traía consecuencias sorprendentemente buenas, pero la mayo­ría de las veces acababa con un chapuzón en aguas bravas. Y encima, mientras mis pensamientos y emociones vadea­ban la corriente como podían, mi cuerpo se quedaba atrás en el muelle viendo cómo me alejaba.
Busqué respuestas en cursos de mindfulness, en los que se me enseñaba cómo mantener la cabeza fuera del agua cuando los pensamientos y las emociones negativas que­rían hundirme. Pero en la práctica diaria estos no me fun­cionaban y, muy pronto, los cojines de meditación pasa­ban a adoptar un nuevo rol como reposapiés mientras yo me quedaba repantigada en el sofá. Mientras crecía en mi interior la necesidad de encontrar un lugar en el que tanto mi cuerpo como mi mente pudieran calmarse, y donde mi corazón pudiera soñar y danzar.
Al recordar los momentos en mi vida en que me había sentido realmente relajada, no me vinieron a la cabeza las lecciones de meditación, sino mis recuerdos de juventud. De niña había sentido una enorme atracción por los bos­ques y los páramos que había cerca de nuestra granja. So­lía subirme a los árboles, construir cabañas o recostarme contra un tronco para hacer la siesta; el bosque era un lu­gar en el que me sentía segura y feliz, y donde era la prin­cipal protagonista de mi propia novela. Pero también me puse a pensar en las acampadas que había hecho años más tarde, en los paseos por el parque y en los mediodías que me había pasado estirada en la hierba mirando las nu­bes... En el exterior, en la naturaleza, el mindfulness me parecía algo totalmente comprensible y realizable. Encon­tré ahí una válvula de escape y fue una revelación que me invitó a estar más en contacto con la naturaleza.
A medida que iba adentrándome en el mundo de los efectos de la naturaleza sobre nuestro bienestar, me topé con varios estudios científicos realizados en estos últimos años que defendían el valor del shinrin-yoku. Todos so­mos muy conscientes de que la naturaleza es buena para nosotros pero, además, ahora hay pruebas concretas que establecen los efectos positivos que tiene el bosque sobre nuestra salud física y mental y, por tanto, es indudable que nos ayuda a llevar una vida más sana y feliz.
Con este libro me gustaría invitarte a que interrumpas más a menudo tu atareada vida, a que dejes a un lado tu teléfono móvil y te sumerjas en el bosque. Basándome en concepciones filosóficas orientales y occidentales sobre la naturaleza, investigaciones, entrevistas y mi propia expe­riencia personal, te mostraré los efectos que un baño fo­restal puede tener sobre el cuerpo, la mente, el corazón y el alma. Lo haré a través de los cinco elementos japoneses —tierra, agua, fuego, viento y vacío— y te invitaré a que vayas aún un paso más allá, hasta la verdad que se escon­de en el fondo de tu ser. Llévate el libro al bosque y avan­za y retrocede las veces que quieras. Los ejercicios que de­bes realizar siguen un orden arbitrario y te ayudarán a vivir el bosque de forma más profunda e intensa, para que compruebes por ti mismo que la naturaleza puede ser una fuente de curación, inspiración y sabiduría.

Feliz baño forestal,

ANNETTE

Arrastradas por el viento del oeste, las hojas caídas
se agrupan al este.

YOSA BUSON (1716-1784)

La ciencia y la tecnologÍa de los pasados siglos han conseguido que vivamos de una forma más confortable, aportándonos bienestar y alargando nuestra esperanza de vida. Pero la otra cara de estos avances es que las enfermedades atribuibles a fac­tores nutricionales y ambientales son hoy más frecuentes que nunca, el clima del planeta ha llegado a una situación de máxi­ma tensión y todo esto nos ha hecho olvidar casi por completo de dónde venimos. El shinrin-yoku nos ayuda de forma sencilla a restaurar nuestra conexión con la naturaleza para encontrar una nueva fuente de inspiración y curación.
Abro los ojos, inspiro y espiro profundamente una vez, y tomo conciencia del lugar. Rodeada de árboles, distingo abedules, pinos y robles. Algunos deben de tener, a juzgar por sus gruesos troncos, cerca de cien años. Mi mano se acerca instintivamente al árbol que tengo delante y se que­da apoyada en el tronco. Un olor fresco me invade y me recuerda al de las sábanas blancas tendidas entre las que me gustaba corretear de niña. Es otoño.
El rocío de las hojas se ha evaporado y, aquí y allá, el sol insiste en penetrar entre el follaje: la luz que se filtra le confiere al suelo cubierto de musgo un halo de misterio. Si alguien me dijese ahora mismo que en este lugar viven el­fos, me lo creería sin ninguna duda.
Junto a mí hay una gran telaraña, visible a la luz de la mañana. Su dueña está inspeccionando la cosecha de hoy: una pequeña mosca se ha quedado enredada entre los fuer­tes hilos. Camino un poco más, despacio, un pie detrás del otro, algo que resulta bastante difícil para una persona acos­tumbrada a andar a paso ligero, casi al trote. Pero recuerdo las palabras de mi profesor japonés: «Esto no tiene nada que ver con el esfuerzo físico. Simplemente debes estar con los árboles. Huele el aroma del suelo terroso, escucha el can­to de los pájaros, toca con las manos la corteza rugosa de los troncos y respira desde el abdomen. Siente la estación».
Tras una noche inquieta y con una agenda llena de fe­chas de entrega, me he levantado a primera hora de la ma­ñana y he conducido hasta el bosque, no a pesar de mi abarrotado programa de trabajo, sino debido a él. Y ha valido la pena el tiempo invertido en venir hasta aquí, porque con cada paso siento cómo me voy relajando más y cómo las oscuras nubes que asolaban mi mente se vuel­ven más claras, casi transparentes. La belleza de la natura­leza estimula mis sentidos y me recuerda lo hermosa que es la vida. Cuando llego al final del camino, me siento lle­na de energía para empezar mi jornada laboral.
BAÑARSE EN LA ATMÓSFERA DEL BOSQUE
Literalmente, el término japonés shinrin-yoku significa «bañarse en la atmósfera del bosque», lo que en Occiden­te suele traducirse también como forest bathing o baño forestal. La Agencia Forestal de Japón concibió el concep­to al inicio de la década de los ochenta para ayudar a ali­viar las duras condiciones de vida de los habitantes de las megaciudades extremadamente urbanizadas como Tokio, Osaka o Kioto y fomentar entre ellos las visitas a la natu­raleza. Casi dos tercios de Japón están cubiertos de bos­ques enormes y esto ofrecía grandes oportunidades para escapar de la ciudad. Los inventores del concepto apela­ron a las creencias tradicionales en las propiedades curati­vas del bosque para el cuerpo y la mente, sin preocuparse demasiado de aportar algún tipo de base científica. Eso llegaría más tarde.
LA NATURALEZA COMO MEDICINA
A principios de los años ochenta, la revista Science publi­có el primer estudio (Ulrich, 1984) que confirmaba los efectos beneficiosos de la naturaleza sobre nuestra salud. Una serie de pacientes que se habían sometido a una ope­ración de vesícula se recuperaban más rápido, se mostra­ban más optimistas y necesitaban menos analgésicos si su habitación daba a un paisaje verde que si en ella había una ventana ciega. Los investigadores estadounidenses suge­rían por primera vez que el bosque ejerce una gran in­fluencia sobre los procesos de nuestro cuerpo, algo que más tarde confirmarían numerosos ensayos.
El primer estudio específico centrado en los efectos del shinrin-yoku se llevó a cabo en 1990, en Yakushima. En esa isla se encuentran los bosques más antiguos de todo Japón: parecen algo salido de un cuento de hadas, con ce­dros de hasta mil años. El doctor Yoshifumi Miyazaki, de la Universidad de Chiba, organizó un experimento, acom­pañado de un equipo de rodaje, en el que dejó a cinco personas pasear por el bosque durante cuarenta minutos y luego comparó los efectos de este paseo con los de una caminata sobre una cinta para correr. El nivel de energía de quienes habían paseado por el bosque era mayor y también se mostraban de mejor humor; además, su con­centración de cortisol (una hormona que liberamos en si­tuaciones de estrés) en sangre era menor que la de las per­sonas que habían caminado en el interior.
El doctor Qing Li, de la Escuela de Medicina Nippon de Tokio, se especializó también en la investigación so­bre los efectos de los baños forestales. «Durante mucho tiempo se consideró que el efecto terapéutico del shinrin­yoku dependía de las experiencias personales de cada uno y de sus genes —afirma—. En 2004, el Ministerio de Agricultura y Pesca japonés encargó un estudio de dos años de duración para comprobar los efectos del shinrin­yoku en nuestra salud. Y con él se demostró finalmente lo que ya sabíamos: un baño forestal puede tener un im­pacto muy positivo sobre nuestra salud tanto física como mental.»
Una visita o un paseo por la naturaleza disminuye la liberación de las hormonas del estrés, aumenta el nivel de energía y la concentración y puede ayudar a reducir la tensión arterial, la depresión y la ansiedad. El doctor Li y su equipo concluyeron que el shinrin-yoku aumentaba la actividad de las llamadas células NK (natural killers o asesinas naturales), que desempeñan un papel determi­nante en nuestra defensa natural contra virus y enferme­dades. Asimismo, espera que en el futuro los baños fores­tales se utilicen con más frecuencia en el tratamiento de enfermedades coronarias, obesidad e incluso algún tipo de tumores.
En un estudio posterior de la Universidad de Chiba (2009) dividieron a unas doscientas personas en diferentes grupos y las distribuyeron en varias regiones boscosas de Japón. El primer día, se trasladó a la mitad del grupo al bosque, mientras la otra mitad permanecía en la ciudad. El segundo día se intercambiaron las localizaciones. Los in­vestigadores analizaron la concentración de cortisol en san­gre, la presión arterial y el ritmo cardíaco y los compararon entre las personas que estaban en el bosque y las que se en­contraban en la ciudad. Los participantes daban un paseo por la mañana y a mediodía se monitorizaban todos estos parámetros. Los resultados demostraron que quienes se ha­bían dado un baño forestal presentaban una concentración inferior de cortisol en sangre, un ritmo cardíaco más lento, menor tensión arterial y una mayor actividad del sistema nervioso parasimpático, que se encarga del descanso y la recuperación, en comparación con los que se habían que­dado en el medio urbano, cuya actividad del sistema ner­vioso simpático, la que estimula la actividad del cuerpo, era mucho mayor.
En mi entorno más inmediato también se han llevado a cabo estudios necesarios sobre las propiedades curati­vas de la naturaleza. Por ejemplo, en un estudio del Insti­tuto Neerlandés de Investigación de Servicios de Salud (NIVEL, por sus siglas en neerlandés) del año 2006, más de doscientos cincuenta mil neerlandeses afirmaron que la presencia de espacios verdes en su entorno inmediato afectaba positivamente su bienestar. El estudio era parte de una investigación sobre la vitamina G (de green, «ver­de») que se desarrolló entre 2005 y 2009. Basándose en las visitas de los sujetos al médico, probaron que las per­sonas que tenían mayor contacto con los espacios verdes estaban realmente más sanas. En efecto, estas últimas vi­sitaban menos al médico de cabecera por temas relacio­nados con la diabetes, las enfermedades coronarias, la tensión alta, la ansiedad y la depresión. Se demostró tam­bién que cuanto más en contacto estaban estas personas con la naturaleza en su vida diaria, más rápido se recupe­raban de la tensión y la fatiga, hacían más ejercicio, co­mían más sano y se beneficiaban de una mejor calidad del aire. Esto explicaría por qué a menudo la sensación de bienestar es mayor en las personas que viven en medios rurales que en la gente de ciudad. Si vives en la ciudad, es importante que encuentres un espacio verde cercano.
Según la doctora Jolanda Maas, jefa de investigación de la Universidad Libre de Ámsterdam, la calidad del es­pacio verde también desempeña un papel importante: unas mayores biodiversidad y variedad en el paisaje tie­nen un efecto más positivo. «No queremos una masa uni­forme de arbustos y árboles plantados, sino un verdadero bosque, con diversas especies de plantas y flores que atrai­gan a mariposas, abejas y pájaros, donde podamos sentir el paso de las estaciones y que tengan también zonas abiertas.»
Como leerás en los próximos capítulos, estos estudios confirman el mensaje del shinrin-yoku: un entorno verde genera salud en muchos sentidos y debería ser parte estructural de la vida de todos. Un baño forestal puede re­ducir la tensión arterial, reforzar nuestra resistencia y nuestro sistema inmunológico y mejorar nuestra concen­tración y nuestra capacidad para resolver problemas. Además, está comprobado que resulta beneficioso contra síntomas como el letargo, el estrés crónico, la depresión, la ansiedad y la hipersensibilidad.
TRASTORNO POR DÉFICIT DE NATURALEZA
Estrés crónico, letargo, depresión... son conceptos que es­cuchamos a menudo en esta época, en la que estamos más ocupados que nunca, y también más distraídos. Gracias a internet, las redes sociales y los avances tecnológicos tene­mos el mundo a nuestro alcance y resulta fácil hablar por Facetime con una amiga de Barcelona mientras contesta­mos unos correos de trabajo de Nueva York y buscamos a través de un banner en nuestro navegador un vestido ve­raniego en nuestra tienda favorita de París. Algo que hace veinte años nos hubiese costado mucho tiempo y dinero, y por consiguiente hubiera resultado imposible, lo liquida­mos ahora en apenas treinta minutos. Y sin necesidad de salir de casa.
Cada vez salimos menos al exterior. Según estimacio­nes de las Naciones Unidas, en 2014 el 54 por ciento de la población mundial vivía en ciudades y en 2050 ese por­centaje habrá aumentado hasta llegar a un 66 por ciento. Con aproximadamente quinientos habitantes por kilóme­tro cuadrado y más gente viviendo en la ciudad que en el campo, los Países Bajos son uno de los lugares con mayor densidad de población del planeta. En nuestro reducido universo vamos a diario de casa a la oficina y del gimnasio a algún café. Pero la mayor parte del tiempo lo pasamos en espacios interiores y en total estamos unas ocho horas diarias mirando una u otra pantalla. Incluso cuando hace­mos deporte o quedamos con amigos, revisamos a menu­do las pantallas de nuestro cuentapasos o teléfono móvil.
Por lo tanto, el contacto de muchos europeos con la naturaleza se ha visto reducido a poco más que una barba­coa en el jardín de vez en cuando y unas flores secas colga­das en la pared. Aprendemos más sobre la naturaleza en un documental de National Geographic que dando un pa­seo por el bosque. Llevamos una vida muy ajetreada en la que el listón está cada vez más alto y debemos hacerlo todo a la velocidad de la luz. A menudo, cuando queremos buscar paz y tranquilidad, ya es demasiado tarde.
Por eso, es justo ahora cuando necesitamos la natura­leza más que nunca. En medio de todo el tumulto, la natu­raleza nos ofrece un oasis de paz, espacio y reflexión en el que estar presentes y en conexión con la tierra y con nues­tra esencia intuitiva.
El autor y activista estadounidense Richard Louv ad­vertía ya en 2005 de las consecuencias de una enajenación del medio natural. En su libro Volver a la naturaleza ha­bla de nuestro «trastorno por déficit de naturaleza», no tanto como un diagnóstico médico sino más bien como una advertencia de los riesgos que implica la falta de con­tacto con la naturaleza, sobre todo para los niños. Louv llegó a estas conclusiones a través de una investigación de la literatura existente sobre el tema y de cientos de entre­vistas que llevó a cabo con padres e hijos por todo Estados Unidos. Louv señala un aumento en los trastornos de défi­cit de atención y los trastornos de déficit de atención con hiperactividad, la obesidad infantil y los retrasos de los desarrollos cognitivos y psicomotores. La escasez de con­tacto con la naturaleza —tal como sucede ahora con la generación iPad— puede llegar a hacer más susceptibles a las generaciones futuras de sufrir trastornos como el es­trés y la depresión. Además, Louv advierte de los peligros que podría tener el reducido conocimiento del medio na­tural por parte de las generaciones venideras sobre los ecosistemas de la Tierra.
Aunque su experiencia se basa en primera instancia en niños estadounidenses, nos sirve igualmente para bos­quejar los contornos del perfil general de una relación desequilibrada entre el hombre y la naturaleza. Vivimos en una época en la que la ciencia médica está tan avanza­da que enfermedades que antaño resultaban letales se cu­ran ahora con un simple tratamiento rutinario, pero, a la vez, cada vez más gente sufre patologías de las cuales las generaciones anteriores no habían oído ni siquiera hablar. El aumento del número de enfermedades crónicas autoin­munitarias como el asma y las alergias se debe sin duda a un déficit de naturaleza. Si este último desempeña tam­bién un papel en el aumento de casos de trastornos de atención, fatiga y estrés crónicos, depresión y migraña está aún por demostrar, pero en cualquier caso está com­probado que una interacción sana con la naturaleza pue­de reducir enormemente sus efectos.

COMPRUEBA TU CONEXIÓN CON LA NATURALEZA

Psicólogos, sociólogos y ecólogos se interesan por motivos diferentes por el grado con el que la gente se siente conec­tada a la naturaleza. Gracias a la siguiente lista de pregun­tas, basada en la Escala de conectividad con la naturaleza (Mayer & McPherson Frantz, 2004), podrás comprobar el estado de tu conexión con el medio natural. Si respondes a la mayorÍa de preguntas con un rotundo sÍ, entonces tienes una conexión muy sana. ¿Y si tienes más respuestas nega­tivas? Entonces es mejor que sigas leyendo.

  1. . Siento una fuerte conexión con la naturaleza.
  2. Voy a menudo a la naturaleza para calmarme.
  3. Disfruto pasando mi tiempo libre en la naturaleza.
  4. Mi bienestar está relacionado con el propio de la natu­raleza.5
  5. . Mi relación con la naturaleza determina mi identidad en gran parte.
  6. Siento un gran amor hacia los animales y las plantas.
  7. Mi vÍnculo con los animales, las plantas y la tierra tie­ne una gran influencia sobre mi estilo de vida.
  8. Mis acciones afectan al bienestar del planeta.
  9. . Debemos proteger a los animales y las plantas tanto como podamos.
  10. El hombre y la naturaleza forman parte de un mismo sistema y dependen el uno de la otra.

LA NATURALEZA ERES TÚ
Nuestro gran alejamiento del mundo natural tiene que ver con la visión del mundo que ha imperado en la cultura occidental desde el siglo xvii. Durante este período, mar­cado por la industria y las ciencias empíricas, los misterios de la naturaleza se han ido resolviendo uno tras otro. Al­gunos promotores de estas ideas que alumbraron la mo­dernidad, como el filósofo francés René Descartes y el científico inglés Isaac Newton, abogaron por anteponer la racionalidad al misticismo, de acuerdo con una visión del universo como un mecanismo complejo cuyos principios básicos son una especie de piezas de un puzle en el que
debemos aprender a encajar todas ellas. Como cualquier otra máquina, el mundo natural era para ellos algo fiable, adaptable y controlable. Y la humanidad debía adoptar el papel de líderes de dicho mundo, ya que, entre todas las criaturas vivas, somos los únicos con conciencia de noso­tros mismos, además de poseer capacidad analítica y em­pática. Esto nos colocaba fuera del mundo natural, por encima de los animales y las plantas.
Esta visión mecanicista del mundo ha dominado la cultura, la ciencia y la medicina europeas durante siglos y contradice la perspectiva que está más arraigada en el Le­jano Oriente.
En la visión tradicional del mundo en Oriente, el hom­bre nunca está por encima de la naturaleza, sino que am­bos forman parte del mismo todo. Junto con las plantas, los animales y accidentes geográficos como las montañas y los mares, forman una Gran Naturaleza en la que todo está interrelacionado. Todas las formas de vida son parte de esa naturaleza, porque está en todas partes. No esta­mos fuera de la naturaleza, somos la naturaleza.
El mundo es un sistema holístico en el que todos los elementos desempeñan un rol y deben mantenerse en equilibrio para su correcto funcionamiento. Cuando el hombre se coloca por encima de la naturaleza y hace sombra al resto de los elementos, perturba ese equilibrio. La naturaleza es capaz por sí sola de restablecer un pe­queño desequilibrio, al igual que nuestro sistema inmu­nológico cuando combate un resfriado o la gripe, pero si este se prolonga durante demasiado tiempo o se produce a una escala muy grande, entonces puede acabar afectan­do el bienestar del ecosistema y de toda la vida que hay en él (incluidos nosotros).
Por extraño que parezca si nos atenemos a su expansio­nismo, su alto nivel de industrialización y su tradición nuclear, la cultura japonesa se caracteriza por un gran respeto por la naturaleza. Cuando el cristianismo empezó a extenderse por Occidente y el Lejano Oriente todavía no conocía el budismo, los japoneses ya creían que la na­turaleza poseía fuerzas misteriosas. No seguían unas es­crituras sagradas, sino las reglas de la tribu, las fases lu­nares y el calendario agrícola. Creían que todo cuanto poblaba el universo tenía alma y sentían la energía espiri­tual en las personas, los animales, las montañas, los árbo­les, las cascadas o los ríos, hasta en las rocas y las ráfagas de viento.
Todos estos elementos de la naturaleza podían ser ma­nifestaciones de los kami, un concepto que podría traducir­se como «deidad» o «dios», aunque no en el sentido de una divinidad superior. La idea detrás de los kami es que todas las cosas, materiales o intangibles, tienen su propia cuali­dad excepcional o belleza. Los kami podían manifestarse a través de árboles sagrados como el ciprés (hi-no-ki), el ce­dro (sugi), el pino negro (maki-no-ki) y el alcanfor (kusu­no-ki), que en ocasiones tenían más de mil años. Los ani­males que viven en esos árboles también podían actuar como mensajeros de los dioses, una creencia que sigue manteniéndose en el Japón moderno. Por eso en el camino que va hasta el santuario Kasuga de Nara se recorre un parque lleno de renos que deambulan en libertad o el fa­moso lugar sagrado de Fushimi Inari, en Kioto, está prote­gido por unas estatuas de piedra que representan unos zo­rros (kitsune).
Los lugares en los que originalmente se veneraba a los dioses de la naturaleza mantuvieron, con el transcurso de
los años, un peso principal en las creencias que se reúnen bajo el nombre de shinto (o sintoísmo). Cualquiera que visite Japón notará sin duda el enorme peso de estos luga­res: desde pequeños y discretos altares entre edificios de oficinas ultramodernos a grandes santuarios a los pies de una montaña. La gente acude a ellos a depositar pequeñas ofrendas y a consultar a los kami. La diferencia entre un santuario sintoísta y un templo budista reside en su arqui­tectura más abierta y en las puertas de entrada de color naranja (torii), que marcan la transición del mundo de los hombres al espiritual. Los grandes santuarios siempre se encuentran rodeados de naturaleza, en la vecindad de ce­dros, cipreses y cerezos.

CHiHiRO: ¿Qué son esas piedras? Parecen casas.
MADRE DE CHiHiRO: Son santuarios. Hay gente que cree que los espíritus viven en ellos.

HAYAO MiYAZAKi,
El viaje de Chihiro (2001)

FiLOSOFÍA DEL VACÍO
A partir del siglo vi, estas antiguas creencias populares se combinarían con el budismo (Mahayana) que cruzó desde las vecinas China y Corea y tuvo gran influencia sobre la cultura japonesa. Las fuerzas naturales y los rituales, los mitos sobre dioses de la naturaleza y símbolos sintoístas típicos como el agua y las rocas consiguieron hacerse un hueco en las diferentes corrientes budistas.
Un tema central en el budismo japonés es la filosofía del vacío, de la que se deduce que no hay nada entre el
hombre y la naturaleza: todo es uno. Debemos intentar conseguir la difícil tarea de apartarnos del yo. La deseada recompensa al conseguirlo es el nirvana, un estado tras el cual ya no volveremos a reencarnarnos en un nuevo ser para vivir otra vida; formaremos parte del todo y el yo dejará de existir. El nirvana (o iluminación) se conoce en el budismo japonés también como kū (el vacío).
A diferencia del budismo tradicional, el budismo zen, que apareció en los siglos xii y xiii y se popularizó más tarde en el mundo occidental, defiende que el nirvana (o ilumi­nación) puede alcanzarse solamente a través de la medi­tación.

Lince Editorial
9788417302085

Ficha técnica

Autor/es:
Annette Lavrijsen
Editorial
Lince
Traducción
Patricia Valero; Andrea Zampieri; Nicolás Cortegos
Formato
14x21 cm
Páginas
238
Encuadernación
Rústica con solapas (tapa blanda)
Ilustraciones
Blanco y negro, por por
Valesca van Waveren
Nuevo
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