Las Cartas De Las Driades Espiritus De Los Arboles Sanadores

Referencia: 9788497776943
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Por la autora de Las cartas de los elfos
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Por la autora de Las cartas de los elfos

Los árboles forman parte de nuestra conciencia global y pueden enseñarnos a vivir la búsqueda interior con intensidad e intuición renovadas.
Las Dríades te hablan de valentía, generosidad, abandono, intuición, renacimiento, flexibilidad, desapego, determinación, cooperación y muchos otros temas.
Estas maravillosas cartas son el resultado de la profunda conexión de la autora con la Naturaleza. Su poesía y magia han quedado impregnadas en 44 magníficas cartas preciosamente ilustradas, cada una dedicada a un árbol y a su espíritu. Se trata de un método de adivinación simple y directo, que nos ayuda a aclarar dudas y a encontrar soluciones y respuestas, reconectándonos con la Madre Tierra y su energía vital.Ç

En un pequeño claro, suavemente abandonado
en el abrazo protector del bosque,
un Fuego espera ser despertado.
El Fuego es sagrado y el humo
que sube en espirales danzantes
hacia el cielo del atardecer
purifica y lleva mensajes y ruegos
a los Mundos de Luz...
El Espíritu de un Árbol
es su Guardián femenino:
Su «puerta de acceso» secreta...

PRESENTACIÓN

«Yo vivía antaño en un rincón del mundo o, mejor dicho, en un rincón del mundo empezó mi existencia en esta Tierra. Mi nombre... Oh, no tiene importancia, pero alguien me llamaba con la palabra que brotaba de su corazón.
Todo empezó el día en que llegué oculto en la tierra de un bonito tiesto de arcilla, junto con mis hermanos... Ailim, que era entonces un niño de siete años y que ahora vive, al igual que yo, su inmortal Vida de Sueño, sigue guardando el tiesto corno recuerdo de ese testimonio... Fue un viejo de largo pelo y barba blancos, vestido con una larga túnica azul, quien llegó en ese importante día cerca de la casa del pequeño Ailim. Le acogieron con gracia y amabilidad en aquella pobre casa de ese rincón de mundo desierto, donde el sol lo secaba todo, puesto que nada podía contrastar su vehemencia con el refrigerio, fresco y agradable, de una sombra. Y no bahía humedad en el aire, porque ríos y mares se hallaban muy lejos, y ni siquiera un poquito de lluvia mojaba la arena sedienta y agotada...
Así que el viejo le hizo a Ailim un presente especial: una pequeña vasija de barro llena de tierra esponjosa y negra, y un frasco de cristal azulado con un cuentagotas, lleno del agua de una fuente misteriosa y purísima. La botellita llevaba escrito: «Líquido Sagrado». El pequeño Ailim recibió aquel regalo con ilusión, porque nunca antes había visto una tierra tan bonita, húmeda y perfumada y un líquido tan transparente y luminoso. El viejo le pidió que cuidara del regalo y que mojara cada día, con tres gotas de la preciosa agua, la tierra de la vasija.
Todo ello ocurría cuando mis hermanos y yo éramos aun pensamientos que dormían en la cáscara de las semillas custodiadas por la tierra de aquel modesto tiesto... Fue el amor del pequeño Ailim lo que nos despertó y nos dio la fuerza necesaria para romper la cáscara y afrontar una nueva existencia, hasta que llegó el momento de dejar el pequeño tiesto y pudimos ahondar nuestras raíces en lo que pronto ya dejaría de ser un desierto... Muy pronto, en efecto, el viento nos sintió y llamó a las nubes, que trajeron la lluvia y una nueva vida empezó por nuestros pies y se extendió alegre por doquier.
Muchos años pasaron antes de que me hiciera lo bastante fuerte Para generar semillas abundantes y preciosas y otros pasaron hasta que llegó el momento de mi descanso. Y aquel que era antaño el pequeño Ailim, crecido entre nuestros brazos frondosos, escuchando nuestras historias corno enseñanzas de vida, es ahora un... viejo con largo pelo y barba blancos, vestido con una túnica azul que, con la sonrisa en los ojos y el corazón, viaja por el mundo regalando pequeños tiestos de alfarería llenos de tierra en los que duermen nuestras semillas a niños y niñas que viven en algún lugar del mundo y que nos necesitan, a nosotros y a nuestro Amor.
Donde haya un desierto puede nacer un bosque, y este "milagro" empieza por tu corazón... porque la primera semilla se abre justamente allí... »
Arboles... Pienso en las forestas, extensiones enteras de guardianes verticales de cabelleras que se expanden hacia el cielo... Vuelvo a sentir con la memoria el perfume intenso y salvaje del bosque bajo que sube en espirales hasta mi nariz, así como el cálido y sutil de los troncos de los árboles. Oigo con el corazón el sonido de las ramas agitadas apenas por la brisa y el murmullo de las hojas en las cimas bañadas por los rayos de sol. Bosques y forestas cruzados por nuestros pasos pautados, tranquilos... mientras los pensamientos se apaciguan y dejan paso al silencio. El silencio que confía en la Belleza y en el sabor dulce y miste-
rioso de la Vida; que la encuentra y vuelve a acogerla en el corazón. El silencio que es paz del alma y en el cual se revelan otras Presencias... Todo alrededor se vuelve vivo y las siluetas de los árboles parecen animarse con sus personalidades, cada una con sus características.
Linos parecen erguirse en pensamientos solitarios, apartados, en su soledad, aunque formen parte de un grupo, otros casi parecen querer salir de sus raíces y venir a tu encuentro para charlar.
Algunos se ven ensimismados, perdidos en reflexiones profundas, como una oración. Árboles jóvenes, acabados de nacer, con hojas de un verde tierno y brillante, bajo la mirada de sus guardianes más viejos, son suaves y delicados como niños que se asoman curiosos a la vida... Los rayos del sol tiñen el suelo de círculos de oro, con juegos de luces y sombras... Y muy pronto, paseando entre ellos, nos sentimos acogidos por una hermandad de amigos deseosos de compartir contigo, que sabes reconocerlos más allá de sus apariencias, su alegría de Vivir... Presencias de Vida, manifestaciones del mismo Amor que late en ti...
El pueblo verde que acompaña los pasos del hombre desde tiempos sin memoria, que respira para su respirar, que escucha e inspira sus sentimientos, que calma sus angustias... Y el silencio en el bosque es la nota básica, profunda e imperturbable, entre los sonidos impalpables, entre los mil leves murmullos que sólo el oído del corazón puede escuchar y traducir en palabras... Los árboles están... hablando.
Un día hace muchos años recibí la breve y sin embargo elocuente narración que abre esta presentación. Simple en su contenido, que tal vez alguien definiría como obvio. Y sin embargo si nos explican hoy, como ayer, esta historia es para dirigir nuestro interés hacia lo que tal
vez no miramos con suficiente atención... ¿Cuántos desiertos interiores hemos dejado crecer dentro de nosotros? ¿Cuántas zonas de la tierra fértil que es nuestra alma hemos dejado yermas? ¿Y qué representa esa agua preciosa si no lo verdadero y sacro que puede devolvernos a la Vida?
De modo que cada elemento de ese breve cuento se convierte en una metáfora, clara y legible con el instrumento óptico de nuestra sensibilidad interior... Es un cuento de esperanza, de promesa y de acción. Porque nos corresponde a nosotros, a nuestro compromiso, sembrar los Dones que hayamos recibido y cuidarnos de ellos, de nosotros, cada día, para que, una a una, aquellas pequeñas semillas crezcan como árboles grandes y magníficos, con fuertes raíces que los mantengan firmes en nuestra tierra interior, repoblada y fértil de Vida.
Había ido, ese día, en busca de un equilibrio, de una armonía que se había apartado algo de mí o, a decir verdad, de la que yo me había apartado poco a poco, mientras deambulaba interiormente a ciegas, in-tentando imponer una tregua en la lucha entre una mente prevaricadora y un corazón amargado... Me detuve ante un círculo de cinco árboles espléndidos y majestuosos. Cada uno de ellos tenía mucho más que el doble de mis años. Una gran roca plana se encontraba allí, como un asiento, acogedor. Me senté, saqué una pequeña libreta y un bolígrafo que a menudo llevo conmigo y cerré los ojos.
El silencio que me rodeaba pronto se abrió camino dentro de mí, suavemente solícito como sólo «ese» Silencio sabe ser... Mi ruego interior al Manantial de la Vida, mi urgente necesidad de paz y claridad, se manifestó con fuerte emoción, con un grito del alma, asentándose
luego en el Corazón mismo del Silencio. Ahora todo callaba. Dentro y fuera de mí. Ningún sonido, ni el viento, ni el canto de los pájaros, ni el zumbido de los insectos... Todo se había parado, como reteniendo el aire para dar todo el espacio a la Voz, a la Respuesta... que llegó suave como las alas de una mariposa, dulce como la miel en el timbre cálido y profundo de una Voz que se encontraba en mi interior y al mismo tiempo allende; una Voz que los oídos no podrían oír... Y recibí el cuento que acabáis de leer y que también vosotros, ahora, habéis recibido.
¿Fue un regalo de los árboles? ¿Del Deva, el Angel que mora en su contraparte sutil? ¿0 bien del Espíritu Eterno que vive en el corazón de todas las cosas, de cada árbol y Deva, de cada criatura, de cada hombre y mujer, de cada átomo de los Universos? ¿Fueron las gotas de «Ese» líquido sagrado que se convirtieron en palabras, en cuento ... en respuesta, transmitiéndose con olas beneficiosas hasta bañar mi reseca orilla? La Voz que, repleta de Amor, cruzó el corazón del Silencio para hablar desde los invisibles labios de los árboles.
Un regalo bajo forma de cuento para el niño rebelde que guardamos dentro, ofrecido a las manos amorosas de aquel que finalmente aceptó crecer, que aceptó el Don de la Vida para devenir Maestro de sí mismo, lleno de la felicidad que procede del Amor vivido ... Hasta que nuestros «sí» y nuestros «peros» tomen el lugar de nuestras decisiones y nuestras acciones, las mejores intenciones y nuestras más profundas comprensiones tengan la estructura evanescente de un hilo de humo... El Maestro que vive en cada uno de nosotros nos incita a concretar la Verdad que se despierta en la pureza de nuestro corazón. Nos insta a ser adultos conscientes de nuestra propia Naturaleza Sagrada, para conver-
tirnos en el Humano verdadero y completo que aún duerme dentro de nosotros; el que fue creado a «Imagen y Semejanza» de su Creador... para que como una «foresta verde y exuberante» la Humanidad, reunida en un Respiro único, en un único Fin, viva y celebre la Vida en todas sus manifestaciones.
Antaño bosques y selvas se extendían por doquier en gran parte de la Tierra. Los árboles tenían la misión de ser sus guardianes, testimonios vigilantes de una Armonía Celestial que debía comunicarse al corazón de las demás criaturas que ya no sabían reconocerla. Siempre ha habido algo «especial» y misterioso que el hombre ha advertido en los árboles. El árbol a menudo ha sido puesto en el centro de una simbología que le otorga un carácter sagrado. Es un árbol que acoge al Buda en el momento de su Iluminación suprema. Tiene forma de árbol el símbolo cósmico de la eterna creación y regeneración de la Vida en muchas culturas del pasado, tanto orientales como occidentales, desde Egipto a Mesopotamia, desde Grecia a la India, a las Américas, a África, a China, a Europa, a los archipiélagos oceánicos.
LIn árbol es el de la Vida en el jardín del Edén de la tradición bíblica y es un árbol el del Conocimiento del bien y del mal: el símbolo de nuestro libre albedrío frente a la elección de la dualidad. El árbol a menudo ha sido el protagonista de un sinfín de leyendas, cuentos, composiciones poéticas en todas partes del mundo. Entre los pueblos celtas de la antigua Europa existía un calendario arbóreo y un alfabeto que tenía su origen en la simbología de los árboles, empleado básicamente por los druidas, además que como forma de escritura, también por su carácter mágico, ritual y para la adivinación.
Desde los tiempos más remotos, en definitiva, los árboles han sido considerados sagrados, objetos del respeto y del culto de los hombres. Antaño se les honraba no sólo por lo que podían representar para el hombre en lo físico, como fuentes de alimento, de resinas, de madera, de medicamentos. ¿Qué es lo que los hizo tan importantes, hasta convertirlos en divinidades, si no un «algo» que a través de ellos le susurra al corazón del hombre? ¿Si no es el hecho de que son un arquetipo, un símbolo viviente de lo que aún duerme en los seres humanos? Símbolos de Vida, Armonía, Abundancia, Eternidad que el hombre todavía rechaza, encerrado en sí mismo como un testarudo niño enfadado; en un juego de contrarios que ha perdido su encanto a lo largo de los milenios. El árbol y el hombre se parecen.
«Mira -parece que diga el verde amigo de siempre- igual que tú nazco de una semilla en la que Dios puso su chispa de Vida. Es esta chispa la que me contiene y que contiene mi bosque que vendrá... así como la chispa que hay en tu interior te contiene, y ya se encuentran presentes todos los Dones Divinos que magnificarán tu desarrollo y tu devenir. En la semilla de ambos se encuentra todo el Universo. En la semilla que hay en mí, así como en la que hay en ti, hay todo el esplendor que contiene. Observa cómo de la primera eclosión de la semilla nacen ya mis raíces. ¿Pueden crecer en la arena árida, o en la roca dura o en el agua movediza? No, ahondan sus raíces en la negra tierra fértil, que es la Abundancia que se me ofrece. Así la savia, mi esencia vital, hace crecer mi cuerpo y se concreta en mis ramas, en mis hojas y flores y frutos...»
También para nosotros es así. Sin raíces en ésta, nuestra tierra interior, y sin su alimento no podemos concretar nada realmente bello y
bueno fuera de nosotros. Nuestras hojas, nuestras flores y nuestros frutos son el símbolo de nuestras intenciones, de nuestras aspiraciones y de lo que convertimos en actos, en ser, con nuestras acciones. Lo funda-mental, por tanto, es observar aquello a lo que hemos permitido echar raíces dentro de nosotros, en el «bien» y en el «mal» que interpretamos durante la experiencia de la dualidad. Algunos de esos «árboles» tal vez deban arrancarse, porque su fruto es amargo; otros podados, cuidados y abonados con ideas más verdaderas de nosotros mismos y de la Vida.
El Árbol Cósmico se halla invertido: sus raíces están en el Cielo mientras que sus ramas se extienden hacia la Tierra. Cuando el árbol de nosotros mismos alarga sus ramas hacia el Cielo podemos sentir cómo se entrelazan y se unen con las ramas del Árbol Cósmico, y comprender que nuestros frutos son el resultado del eterno, abundante y divino alimento que del árbol sagrado brota sin cesar hacia nosotros. Entonces podemos experimentar la dulzura de la Savia que fluye por nuestro cuerpo: la Ambrosía que insufla la Vida en todo lo que de realmente Humano duerme, todavía semilla, en nosotros. Nos enseñaron que «el Hombre es el rey de esta Tierra» y que aquí, en esta manifestación, se encuentra el Reino de Dios... en el Hombre. No del hombre que ha perdido la memoria de su Origen y de su Naturaleza Celestial, que ha asido y quiere asir todas las cosas para poderlas dominar en su ansia de poder, sino de aquel que se ha vuelto a encontrar a Sí mismo, reconociendo el Poder que le dio origen, que ha encauzado sus rebeliones en el Amor y lealtad hacia su misma Divinidad reconquistada.
En la exquisitez de un fruto que cogemos de un árbol están el símbolo y la promesa del fruto de nosotros mismos y de todos los frutos que
saldrán de nuestras semillas. Cuando de forma indiscriminada talamos los árboles ¿comprendéis lo que pretendemos afirmar de forma inconsciente? Cuánta rebelión infantil y cuánta cólera siguen albergando en nosotros; cuánto orgullo que quiere mantenernos alejados de nuestra verdadera Morada... Nos molesta que el árbol nos lo recuerde, porque sabemos que desde el momento de nuestro primer tibio despertar, tenemos que detenernos con auténtica humildad y aplicarnos a fondo para hacer limpieza de todas nuestras falsas apariencias, de todas nuestras máscaras. Y, sin embargo, cuántos ya han experimentado el momento de desesperado anhelo de Vida que los ha detenido ante la imagen fabricada de sí mismos. Y ese reconocimiento ha despertado su humildad en el instante en que han visto otro Rostro reflejarse en ellos mismos. Un Rostro familiar y querido que habían perdido desde la noche de los tiempos. Cuántas veces las lágrimas brotadas por fin de sus corazones han limpiado las capas de prendas que envuelven las almas, mientras se despertaban con el refrigerio de un bálsamo olvidado.
La Naturaleza entera está aquí para ayudarnos a despertar nuestro «recuerdo supremo», es decir, quiénes somos en realidad y por qué estamos aquí. Cuando las corrientes estabilizadoras que ella vehicula vuelven a traer a nuestra alma paz y bienestar y la mente sometida a sus frecuencias vuelve a encontrar su estado natural, la Belleza y la Armonía que la Naturaleza transmite pueden emocionarnos, inspirándonos sentimientos elevados, porque son un reflejo Divino en el cual también nuestra alma se refleja, estimulando, a través de la «in-comprensible» sensación de nostalgia que hace surgir en nosotros la necesidad de buscar ese «algo» profundamente amado y perdido. A lo
largo de los últimos siglos nos hemos demostrado a nosotros mismos que somos capaces de satisfacer nuestras necesidades materiales, para asegurarnos lo que llamamos progreso. Sin embargo, para hacerlo hemos alterado cada vez más el equilibrio natural de nuestro planeta, ya que nuestra búsqueda ha tomado el único camino en el que queríamos ver la vida.
Hemos rechazado justamente una «espiritualidad» que durante siglos no nos dio la verdad, ni mucho menos la felicidad que nos prometía, así que hemos intentado procurárnoslas con la ayuda de nuestras ingeniosas capacidades mentales: ciencia y religión se han separado, dividiéndonos entre «espíritu» y «materia». Ahora que, en cierta manera, empezamos a estar «hartos» de toda esta «materia» que nos hemos concedido, se despierta en nosotros una nueva conciencia, que nos sugiere que lo que andamos buscando se encuentra más bien en el camino donde espíritu y materia se funden en una única «sustancia». En este tiempo está naciendo una nueva espiritualidad más sincera, porque estamos aprendiendo a reconocer paso a paso que nuestra conquistada individualidad es parte de un conjunto.
Cuando nuestros «dos ojos» puedan abarcar en una sola mirada la realidad, el mundo entero se nos mostrará como un organismo vivo no se-parado de nosotros. La ciencia en la actualidad ya lo está demostrando... Puede que encuentre nuevos nombres para lo que llamamos Espíritu, sacro, Divino y por supuesto está ofreciendo una clave de acceso a él, pero tal vez la suya siga siendo todavía una búsqueda exclusivamente mental... Lo Sacro y lo Divino se hallan presentes en lo que denominamos materia; la Naturaleza, en sus distintas manifestaciones, representa el punto de co-
nexión que puede facilitarnos el reconocimiento de lo Sacro y de lo Divino en nosotros, a través del camino espontáneo e intuitivo del corazón.
La Naturaleza influye en nuestra Naturaleza interior y cuando la destruimos y la modificamos, cuando nos alejamos indiferentes de su alma, nos estamos privando a nosotros mismos del necesario y beneficioso Alimento de nuestra alma... Los Árboles viven profundamente inmersos en el Alma del Mundo y cuando manifestamos un gran aprecio por ellos y por la Naturaleza, ellos establecen de inmediato un contacto con nosotros, y el reino dévico, el aspecto espiritual de la Naturaleza, se acerca suavemente, de modo que nuestra alma pueda penetrar en el aura del Alma del Mundo conectando con Ella de forma más consciente.
Antaño las forestas representaban para el hombre el templo exterior donde celebrar el Manantial interior que alimenta la Vida de todas las cosas, las columnas arbóreas parecían rozar el cielo y aguantar su bóveda, mientras que abajo, en el recogimiento de los claros, los hombres celebraban y oficiaban rituales y sacrificios a la divinidad.
Los árboles, primeros habitantes de nuestro planeta, siempre estuvieron con nosotros, compañeros y aliados en nuestra aventura humana. El mundo vegetal posee una sensibilidad que para unos sigue siendo ajena, convencidos, idea muy humana, de que es vivo y sensible sólo lo que se mueve y se expresa con un lenguaje. Acostumbrados como estamos a comunicar con los gestos y la voz nuestras emociones y nuestros pensamientos, la voz de los árboles no nos llega con facilidad. Y, sin embargo, cada uno de ellos no sólo tiene un lenguaje, sino que incluso ha llegado a desarrollar un carácter, cierta «personalidad», que responde con olas de sentimientos a nuestras emanaciones de energía emoti-
va. Sabemos que los animales saben reconocer nuestras emociones y la cualidad de nuestras vibraciones y no se dejan engañar por nuestros comportamientos externos.
Los árboles tienen la misma capacidad y reaccionan a lo que somos según relaciones que nosotros definiríamos de simpatía o de antipatía. Cuando detectan nuestras vibraciones negativas, sobre todo hacia ellos, se protegen emanando, a su alrededor y del lugar donde moran, un aura que sentimos extraña y poco acogedora. También por esta razón a ciertas personas los bosques les parecen lugares siniestros y misteriosos. Por el contrario, cuando nuestras vibraciones son más ligeras, abiertas, amistosas, los árboles nos reciben con los mismos sentimientos. El hecho de que en general los humanos no logren entender la sensibilidad de las plantas no debería ser un motivo para negarla. En particular, cuando entramos en el aura de un gran árbol animados por buenas vibraciones y expresando sentimientos amorosos, éste no sólo nos acoge y responde, sino que al mismo tiempo transmite la armonía y el amor que emanan de nosotros a todos los árboles, no sólo los cerca-nos, sino de todo el planeta. Un árbol con el que hayáis establecido un contacto amistoso envía vuestra amistad a todos sus verdes hermanos y si pudierais ir, en tiempo real, a un bosque al otro lado del mundo, aquellos árboles os reconocerían. Puede parecer una exageración y sin embargo es así para los árboles y todas las demás especies vivientes.
Comunicamos a través de campos de energía que nos conectan unos con otros. Según la conciencia que hemos desarrollado nuestro campo se extiende hasta abarcar la vibración de conciencia de otras especies, de otras realidades, de «nuevas» verdades. Conocéis, por supuesto, la
historia de Francisco de Asís, que se comunicaba con los animales y la naturaleza. Puede que el suyo sea el ejemplo más famoso, sin embargo son muchas más las almas humanas que hicieron y hacen lo mismo, y ello nos debería sugerir que el ser humano guarda en sí mismo esta cualidad.
He podido comprobar lo que estoy explicando no sólo a través de un contacto sensible, sino también con la ayuda de un aparato totalmente tangible y científico, de una forma que todo el mundo, sin distinciones, puede comprobar. Se trata de un aparato que, conectado mediante un sensor a una hoja o a una rama, graba su «voz», transmitiendo sus emociones y sentimientos bajo forma de sonidos. Pues bien, sí, los árboles cantan... un canto maravilloso, que sube de intensidad y armonía cuando el árbol es abrazado, acariciado, loado por su belleza y se le agradece su amor. Si hace un tiempo se me podía considerar «al límite de la razón humana» cuando compartía la alegría de su canto, que percibía a través de cierta sensibilidad que poseo, hoy gracias a la ciencia esta encantadora escucha es posible para cualquiera que lo desee. Naturalmente, esta sutil sensibilidad de los árboles es propia de todo el reino vegetal. Sensibilidad, memoria y, por ende, una inteligencia que ya la mayoría admite, han sido atribuidas a los árboles por los estudios realizados a principios del siglo XX por el investigador indiano J.C. Bose. Muchos conocen la respuesta que reciben del amor que abocan en las plantas en sus pisos o jardines.
Hace unos años en mi apartamento había reproducido una diminuta foresta. Las plantas en tiestos ocupaban mucho del espacio que hubiera correspondido a los muebles. Se encontraban a gusto haciéndose compañía. Sin embargo, cada vez que por trabajo me ausentaba unos días, me daba mucho trabajo asegurarles el agua necesaria. Una vez mi ausencia se
alargó durante un mes. Era pleno verano y tanto el lugar donde vivía como el mismo apartamento eran calurosos, bochornosos hasta lo insoportable.
Antes de irme había hecho todo lo posible por las plantas, pero me daba cuenta de que la reserva de agua no iba a ser suficiente para todo el período de mi ausencia. Cada día las contactaba desde mi interior enviándoles palabras de aliento, con la esperanza de que les llegara todo el amor que iba con ellas. Una noche en sueños vi cómo una de ellas emanaba de repente un resplandor y luego, poco a poco, volvía a absorber la energía luminosa a través de las hojas y las ramas, hasta las raíces. La luz se apagó y supe que la plantita había dejado su parte física. A mi vuelta, me detuve un instante ante la entrada sin decidirme a abrir la puerta. Temía encontrarme con un cementerio de plantas. Soy incapaz de describir la alegría que sentí al encontrar a todas mis amigas vigorosas e incluso crecidas. Bueno, también su alegría por mi regreso fue grande... Estaba emocionada por su gratitud y me felicité con todas ellas, una a una, sintiendo cómo me llenaba el amor que se me concedía recibir a través de ellas. La pequeña planta del sueño, en cambio, estaba seca: había realmente retirado su energía vital. El contacto que habíamos establecido en la distancia nos permitió encontrarnos y despedir-nos... También en el caso de los grandes árboles, en el instante en que abandonan el plano físico, es posible ver sus energía vital estallando hacia el cielo con una poderosa luz blanca, bajando luego, a través de las raíces, a la tierra que las había alimentado y sido su soporte. Creo que su energía o parte de la misma renueva y agradece con vibraciones vitales la tierra que los acogía, mientras su vida se renueva y multiplica a través de las semillas que dejaron. Y, sin embargo, el ciclo de vida de
un árbol es en general muy largo y muchos de ellos sobreviven a todas las demás especies vivientes.
Cuando nos detenemos ante un gran árbol que tiene cientos, tal vez miles de años, podemos imaginar la cantidad de historias que ha escucha-do o visto transcurrir alrededor de sus raíces, de memoria almacenada y sabiduría adquirida, al tiempo que los eventos del mundo se producían y cambiaban sin cesar mientras él, testigo silencioso, crecía. La vitalidad y voluntad de germinación de los árboles es extraordinaria: incluso cuando se podan o rompen por la acción de fuerzas naturales, nuevos brotes nacen formando nuevos «brazos»... ¡No se rinden con facilidad! Y un árbol que muere por causas naturales produce, sin duda, una impresión distinta de los que los hombres talan con fines a menudo insensatos. ¿Habéis visto nunca talar un árbol? ¿Oído el estruendo sordo y aterrador de su derrumbe? Para mí es algo muy doloroso... Y también me resulta doloroso encontrar árboles marcados por las incisiones «románticas» de individuos insensibles e ignorantes. Ciertas personas no saben la suerte que tienen de que los árboles no se muevan tan rápidos como sus motosierras y navajitas. Los hay que se alegran de la presencia de los árboles pero no se relacionan con ellos con la debida sensibilidad.
He visto, por ejemplo, cómo trasplantaban un viejo y florecido ce-rezo a otro punto de un jardín, en el lugar donde antes había un gran abeto. El cerezo se encontraba a gusto en su sitio y no estaba nada dispuesto a dejarse trasladar. ¿Qué diríamos si alguien quisiera hacer lo mismo con nosotros sin justificar su actuación? Y bien, al cabo de unos días el principio vital del cerezo empezó a menguar y después de un mes se había agotado sin remedio.
La misma sensibilidad psíquica que vale para nosotros también vale para los árboles: no sólo habían desplazado el cerezo sin pedirle si es-taba conforme, sino que el lugar en el que había muerto el abeto no había sido «saneado», no se habían respetado el tiempo que necesita la memoria genética para transformarse y, por tanto, ningún otro vegetal podría extraer principios vitales de aquel lugar. No debería parecernos tan absurdo hablar con las plantas si las consideramos seres vivos y sensibles. Cuando resulte necesario talar un árbol, o bien podarlo o trasplantarlo, deberíamos comunicarle nuestras intenciones y los motivos de nuestra decisión, con el mismo amor con el que hablaríamos en circunstancias que acarrean consecuencias dolorosas para nosotros. Y luego deberíamos agradecerle el don que nos hace de sí mismo y su comprensión. ¿Por qué no ofrecerle algo a cambio? Tal vez podríamos plantar un árbol en cierto lugar. Un árbol tarda mucho tiempo en crecer y cuando lo cortamos tenemos que reflexionar sobre lo que estamos haciendo. Parte de nuestro legado, la complejidad de un pasado, resulta derruido y borrado cada vez que se arranca un gran árbol. Se quiebra un equilibrio, algo de nuestro aire se «densifica», algo de nuestra memoria se pierde en el vacío que antes él ocupaba.
Cuando tenemos el placer de encontrarnos con un gran árbol nos impacta la vibración intensa que despide. Nos acercamos despacio, con un sentimiento de respeto espontáneo, a su cuerpo poderoso. Algunos de estos grandes árboles se han convertido en verdaderos Guardianes, Maestros de Sabiduría del Reino vegetal. Muchos de ellos son sanado-res. Tal vez alguien entre vosotros haya tenido esta experiencia y sabrá, por tanto, que no se trata de una afirmación descabellada. Los árboles,
en general, disponen de este poder, no obstante algunos de ellos, los más viejos, son unos terapeutas naturales.
Cuando estamos en desarmonía, cuando nuestra energía vital se es-capa por las grietas creadas por nuestras emociones perturbadas, los Árboles Sanadores pueden reequilibrarnos y hacer desaparecer nuestros malestares. El aura beneficiosa de un gran árbol se extiende alrededor del mismo, a veces en decenas de metros. A menudo el diámetro de su copa delimita la vibración de mayor intensidad de su aura. Podemos sentarnos apoyando la espalda en su tronco pidiéndole amorosamente que restablezca nuestra armonía, confiándonos a su cuidado. Al poco tiempo sentiremos cómo nos recorre una corriente vital poderosa, clara y sanadora, con la que podemos mantener la conexión incluso a gran distancia.
Esta faceta de los árboles nos puede ayudar a comprender una vez más la cantidad de Amor del que cada criatura dispone, a entender hasta qué punto es maravilloso el amor. Amar y ser amados... Los árboles son amigos del hombre. Árboles para producir oxígeno, para nuestro alimento, para nuestro fuego. Arboles que frenan aluviones y corrimientos de tierra, árboles para la protección de pequeñas criaturas. Árboles para la Belleza de nuestra Tierra. Árboles que ofrecen un bálsamo de armonía serena a nuestra alma.
Al igual que cualquier otro ser vivo, también los árboles tienen sus Ángeles: los devas que viven en su lado sutil. Podría decirse que Ellos representan la conciencia Divina de la planta, el Espíritu del árbol, que en cuanto espíritu no está separado de él ni tampoco está separado del Espíritu de los demás seres. Sólo pueden variar los estadios evolutivos
de la conciencia de las formas de Vida, sin embargo, el Espíritu en cada una es el mismo Uno que se manifiesta en múltiples manifestaciones.
Subiendo por los peldaños de la conciencia el Espíritu, o Sí Divino, puede expresarse a sí mismo cada vez con más fluidez. Al tiempo que la conciencia del ser avanza y llega a comprender las demás manifestaciones de la Vida, cada vez más se dirige hacia el sentido de la Unidad con el Espíritu Divino, con todas las cosas de este mundo, con el Universo. Unidad que no significa, no obstante, pérdida de la conciencia de la individualidad que lo «contiene».
Cuando pensamos en los grandes Seres angélicos somos propensos a considerarlos separados de nosotros; unos Entes magníficos y resplandecientes de Luz, Amor y Sabiduría, de los que nos sentimos completamente distintos. Es cierto que su manifestación abarca un campo de conciencia superior y más amplio que el nuestro actual. Sin embargo, estamos unidos a ellos, así como lo estamos a cualquier otro ser, y animados por el mismo Espíritu Omnicomprensivo que nos guía hacia estadios cada vez más extensos de conciencia. Los campos de conciencia de todos los seres se hallan impregnados y conectados entre ellos por la misma Sustancia. Por este motivo podemos encontrarnos y entendernos con un «lenguaje» universal, tanto con las criaturas de los Reinos inferiores como de los superiores al nuestro, cuando dejamos actuar en nosotros esta Sustancia de Amor Infinito. Sólo nuestra forma actual de ver las cosas es separadora. Los que han vivido una experiencia mística han sentido el Amor, la Sustancia que impregna la Vida, como una energía que ha ampliado su ser en ese sentido sublime de Unidad, en el cual, en un instante, se trasciende la visión ordinaria de la realidad. LIna experiencia de este Amor
otorga una sensación de claridad, de felicidad sublime, de levedad, de calma interior sin igual, porque el individuo que la experimenta ha eleva-do su vibración mediante el intercambio con la potente energía de Amor que le ha «tocado». El amor es lo que hace posible nuestra verdadera evolución: la interior.
El Amor se aprende, o mejor dicho, se recuerda, ejerciéndolo... Todo el mundo conoce de alguna forma el Amor y todo el mundo lo desea. Para que el bienestar que confiere pueda volverse permanente puede ser útil rememorar con frecuencia una experiencia interior de Amor, que se haya sentido en algún momento a lo largo de la vida. Y lo que facilita su recuerdo es descubrir la Belleza y dejar que nos invada.
La Naturaleza desempeña esta misión: mostrarnos la Belleza para que participemos de ella, de modo que, al contemplarla y recibirla, nos abramos con espontaneidad y la correspondamos con el sentimiento que «brota» de nuestro corazón, descubriéndonos así nuestra propia capacidad de amar. La Energías luminosas que llamamos Devas de la Naturaleza lo agradecen felices y vienen solícitas a nuestro encuentro para ayudar-nos a expandirnos un poco más. Lo hacen de forma sutil, a menudo discreta, para no asustar a quienes no estén aún preparados para advertir su Presencia, a pesar de no dispensar privilegios, no hay «elegidos» que merezcan su amistad en exclusiva: actúan con total amor hacia quien esté dispuesto al menos a recibir la Vibración que impregna la Belleza... porque la Belleza es un puente entre la distracción y la atención necesaria para reconocer la Verdad del Amor.
El Espíritu, el Deva de los grandes árboles, se manifiesta como principio femenino, asumiendo en ocasiones un aspecto en todo parecido
al humano. Bajo forma de muchachas hermosísimas los Ángeles arbóreos han venido apareciéndose a los seres humanos desde los tiempos más remotos y a menudo es por esta razón que muchos árboles fueron objeto de culto y considerados divinidades. Las figuras etéreas, de una Belleza sobreterrenal y rodeadas de Luz, parecen salir del cuerpo del árbol y confundirse con sus rasgos. A veces parecen separadas de sus árboles y permanecen, evanescentes como el aire, en sus proximidades, mientras que «vestidos» impalpables de materia etérea fluctúan como si los agitara una brisa suave. Nosotros las conocemos con el nombre de Dríades: las antiguas divinidades de los bosques. Este término, que en general designa a todas las entidades dévicas de los árboles, antaño se refería en particular a las de las encinas, que en Grecia se llamaban Drys, nombre del que deriva Dríades, las ninfas que vivían en ellas.
No hay nada pagano en volver a acercarnos a esta visión, puesto que todo es Espíritu, incluida la materia, y así devolvemos el lugar que le corresponde al sentido de lo sagrado.
Los dogmas, ajenos a la Verdad, tuvieron su razón de ser a lo largo de nuestro proceso evolutivo, pero ya llegó el momento de abandonar-los, y no sólo los religiosos, sino todos los que se han instalado en nuestras vidas, como juicios y prejuicios y opiniones rancias acerca de nosotros mismos y del mundo. El árbol no es una divinidad que debamos adorar, ni tampoco su esplendorosa Dríade, ni los Maestros que buscamos anhelando un alivio para nuestra existencia dolida, sino el hecho de reconocer a través de ellos la Sustancia de Amor que impregna y es cada ser, Dios el Creador de la Vida, despertándonos en Su Presencia. Esta conciencia, una vez alcanzada, nos devuelve una nueva mirada,
que ya no se dirige hacia lo exterior, a la simple apariencia de las cosas, sino a su «alma», al principio que las constituye, que las sustenta y mantiene en vida. El principio femenino se manifiesta como creación, como eterna regeneración, como acogida y reconocimiento de la vida, como movimiento de expansión que nunca es repetitivo. Es el principio de la Madre Divina: el principio de la Paz a través de la toma de conciencia de lo que genera separación. Es la paz como resolución de conflictos. Es Armonía y Belleza y Reconciliación. Es el principio que mora en toda mujer y todo hombre, esperando ser reconocido y vivido.
Los Entes de Luz que se manifiestan bajo formas femeninas no sólo encarnan este principio, sino que lo expresan para incitarnos a despertarlos en nuestro interior. Para ir de la corteza agrietada de nuestra ya explorada y vieja superficialidad hacia la siempre joven linfa vital de nuestro Espíritu.
Esta es la época propicia para erigir el templo en el corazón de nuestra Naturaleza interior y para invitar, conscientes de ella, a manifestarse la Presencia de Vida. Los mensajes de las Dríades son una invitación a cada uno de nosotros, una conexión con el Manantial de Vida, que a través de ellas se dirige al Manantial de Vida que se halla en nuestro corazón para llevarnos mucho más allá de nuestros pequeños deseos personales, hacia «el» deseo que nos une a todos, para que pueda disolverse todo sentimiento de separación. A través de nuestro Amor la Tierra realiza su Sueño, el Destino que la espera, convertirse ella misma en un Centro Solar. Su corazón se amplificará como un Sol radiante, cuyos rayos de arco iris abrazarán cada criatura, cuando el corazón de cada ser humano se haya convertido también en un Sol. ¿Un Sueño
de Paraíso? Es el Reino en nosotros, el Reino prometido aquí, en ésta, nuestra querida Tierra solar... Somos nosotros los «Soles» que pueden llevarlo a ser.
Las palabras que a veces se utilizan para referirse al Ser Supremo, el Manantial de Vida, la Fuente Eterna, Dios, se entienden más allá del contexto de cualquier religión. Dios «es» la Vida en el sentido más pro-fundo y todavía incomprensible en su totalidad. Vida que es indiscutiblemente propia de cada ser, sin importar el grupo, la raza, la religión o nivel de conciencia al que pertenezca.
Si la palabra Dios os molesta, porque sigue despertando en vosotros recuerdos que quisierais borrar, podéis reemplazarla con un término que os agrade más, pero procurando que despierte en vosotros poco a poco un sentimiento, una emoción suave e intensa. Porque ese sentimiento os llevará con vuestras propias alas al espacio infinito de vuestro corazón: donde la Verdad irá a vuestro encuentro para abrazar vuestro regreso.

ÍNDICE

Presentación     9
Las Cartas     33
1. Encina - Don     37
2. Arce - Abandono     41
3. Tilo - Amistad     47
4. Alerce - Coherencia     53
5. Abeto- Independencia     59
6. Secuoya - Desapego     63
7. Ciprés - Unidad     69
8. Tejo - Trascendencia     73
9. Magnolia - Gratitud     79
10. Laurel - Éxito     83
11. Plátano - Determinación     87
12. Higuera - Flexibilidad     93
13. Nogal - Equilibrio     97
14. Castaño - Verdad     101
15. Haya - Compasión     105
16. Abedul - Renacimiento     109
17. Avellano - Percepción     115
18. Sauce blanco - Amabilidad     119
19. Madroño - Compartir     123
20. Manzano - Paciencia     127
21. Cerezo - Alegría     131
22. Robinia - Levedad     135
23. Acebo - Protección     139
24. Castaño de Indias - Estabilidad     145
25. Fresno - Belleza     149
26. Olivo - Fidelidad     155
27. Saúco - Abundancia     159
28. Espino albar - Perdón     163
29. Almendro - Expresividad     167
30. Naranjo - Inspiración     171
31. Morera - Comunicación     175
32. Lluvia de oro - Aceptación     179
33. Cedro atlántico - Confianza     185
34. Enebro - Purificación     189
35. Pino - Disponibilidad     195
36. Níspero - Memoria     199
37. Chopo blanco - Armonía     205
38. Rododendro - Fuerza     209
39. Olmo - Valentía     213
40. Paulonia - Sinceridad     217
41. Cornejo - Esperanza     221
42. Eucaliptos - Compromiso     227
43. Serbo silvestre - Acogida     231
44. Carpe - Revelación     235
Conclusión     241

 

Obelisco
9788497776943
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