Bici Zen
Referencia: 9788499884837
Ciclismo urbano como meditación
El Zen parece haber sido especialmente diseñado para que el ciclista comprenda lo que ocurre en su cuerpo, su mente y en ese ámbito de sí mismo donde ninguna palabra equipara la experiencia.
El Zen parece haber sido especialmente diseñado para que el ciclista comprenda lo que ocurre en su cuerpo, su mente y en ese ámbito de sí mismo donde ninguna palabra equipara la experiencia. Algo tan sencillo como pedalear se vuelve un auténtico reencuentro con una naturaleza más íntima.
Detrás del auge del ciclismo urbano subyace un tipo de vivencia cercana a la meditación. El autor explora los estados físicos y mentales que se producen desde el momento en que subimos a la bicicleta y reúne en este libro tres de sus prácticas habituales: el ciclismo, el escribir y el Zen.
- Páginas: 216
- Tamaño: 13 X 20
Juan Carlos Kreimer escribe, edita, hace periodismo y enseña. Publicó Punk, la muerte joven, Krishnamurti para principiantes, El río y el mar y una decena de libros de investigación y ficción. Ciclista desde los cinco años, hace propia la actitud zen de «estar en la vida». Vivió en París y Londres y actualmente reside en Buenos Aires.
Cuando ando en bici, ando en bici
Cada mes de noviembre, cuando paso por Buenos Aires, se ha convertido en una suerte de ritual encontrarme con Juan Carlos Kreimer en un bar de la plaza Serrano, en el intenso barrio de Palermo, al que suele llegar montado en su bicicleta, tocado con una gorra azul, y con la parte baja del pantalón derecho apretada por una abrazadera, a modo protector de los aceites y grasas de los engranajes del plato. No hay duda de que Juan Carlos tiene una larga y especial relación con su bici. La toca con un cariño y familiaridad que me hacen pensar en esas parejas que, a través de los años, se siguen interesando, queriendo, respetando, y experimentan una entrañable y natural complicidad, como si fueran uno, y no dos. No diré, porque sería exagerado, que Juan Carlos y su bici son uno, pero tampoco diría que son dos. Pasa algo especial entre ellos.
Conozco a Juan Carlos desde hace unos veinticinco años y lo he visto entregarse con fuerza y energía a todo aquello que le mueve y le entusiasma; así, no me extraña en absoluto que le haya dado por escribir sobre la bici, sobre el Zen (sin duda, es
un buscador de la conciencia que ha desnudado los entresijos de unos cuantos métodos terapéuticos y otros tantos caminos del espíritu), y sobre ambas cosas al mismo tiempo: es obvio que su talento es el de quien integra y sabe unir conocimientos de distinta procedencia.
Lo conocí cuando dirigía la revista Uno Mismo y publicó uno de mis primeros artículos, lo que me confortó, pues su título ya hablaba de la figura del terapeuta como sacerdote y prostituta, palabras poco ortodoxas en el territorio de la psicoterapia. Aún experimento gratitud por ello, pues, para mi sorpresa e incredulidad, observé que a continuación la mirada de mis colegas viraba hacia una mayor consideración, fenómeno extraño para mí, teniendo en cuenta la escasa identificación que mantengo con la mayoría de textos que he escrito. A continuación vino a Barcelona, al Institut Gestalt, para ofrecernos un taller sobre «Rehacerse hombres», que es el título de uno de sus libros, y este tema, el de «ser hombres» ocupó su interés y atención durante unos años. Siempre he pensando que se mueve por su fiel radar interior que le hace interesarse por una multiplicidad de asuntos, cuyo denominador común podría ser algo así como pensamientos y acciones que ayudan y transforman.
Con los años nos ha ido creciendo una confiada amistad, de estas que encuentran su fortaleza y belleza en la distancia y, quizá por eso, se experimentan como tan valiosas y generosas. Una de estas apreciadas hermandades en el camino de la vida que agradezco de corazón. Fue tan certero Montaigne al escri bir al respecto: «No hay desierto como el vivir sin amigos; la amistad multiplica los bienes y reparte los males, es el único remedio contra la adversa fortuna, y un desahogo del alma». Nos abrazamos, nos sentamos en un café, charlamos un rato de nuestras realidades vitales, proyectos, intereses, amores, tránsitos, cuitas y tramos varios del camino, nos aportamos desde escucha hasta aquello práctico que nos puede hacer más fácil la vida, y sobre todo: el saber que hay alguien ahí. Después nos despedimos hasta la siguiente ocasión, que no sabemos cuándo ni dónde acontecerá. Y lo veo irse tocado con su gorra azul, su sonrisa, su aire contento y su bici. O lo acompaño unas cuadras a algún lado, como la última vez que me llevó a visitar este centro cercano a plaza Serrano, en el que ayuda a otras personas a escribir y a conocerse a sí mismas a través de la escritura, otra de sus especialidades.
Apelando a mi asumida mala memoria, diré que no recuerdo si fue en una de estas charlas de café, o. vía mail, que me habló de escribir lo que quisiera a modo de prólogo para su libro. Acepté con gusto por amistad, por hermandad y sobre todo porque le tengo fe. Y tener fe para mí significa mucho. Significa confiar en que, haga lo que haga una persona, lo hace desde un lugar bondadoso. Me pasa lo mismo con los terapeutas. No necesito verles trabajar. Me basta con conocerlos para tenerles fe o no. ¿De qué depende? Me parece que de una cosa tan poco científica como del hecho de que les perciba benevolencia o el deseo espontáneo de que los demás estén bien. Lo demás, la obra, se da por extensión o por añadidura. Y ahí van unas
líneas sobre el principal impacto y las reflexiones, el grano que me queda de la lectura de este libro.
Al terminar la lectura de Bici Zen, uno se pregunta si se trata de palabras para vivir en el mundo, o bien de literatura para nuestro ser, digamos, trascendente. ¿Se trata de estímulos para nuestros asuntos de la vida cotidiana o para nuestros asuntos espirituales? La respuesta, en un nivel, es: para los dos. Aúna invitación al goce de vivir —este misterioso estar en la vida sin más, el cual, con suerte y a menudo, experimentamos como gracia «por nada»— a bordo de la bici, y un montón de informaciones prácticas sobre el arte de andar en bici, con nutrientes y poesía para el espíritu, a bordo de la inmensa sabiduría Zen. O sea: cultivo de la atención, vacuidad, no hacer, atestiguación e higiene del pensamiento, dejar caer toda fijación, presencia plena, y su correlato consecuente de mayor compasión, la cual nos lleva indefectiblemente a mayor felicidad, aunque esta sea un fruto espontáneo no pretendido.
La compasión es crucial, sin duda. Recordemos que el budismo evolucionó del pequeño vehículo o Hinayana al gran vehículo o Mahayana, en el que se inserta la rama Zen, trepando hacia el ideal del bodhisattva: el beneficio de todos los seres sensibles. Para el practicante no basta experimentar la propia liberación y alcanzar la budeidad, sino que su espíritu realizado, despierto, amoroso y compasivo lleva a un no sé qué generoso y altruista, que le hace esforzarse para que todos los seres alcancen la comprensión de su verdadera naturaleza y se liberen de los grilletes de su yo personal que los encadena al sufrimiento.
Pero en otro nivel, la respuesta la encontramos sabiendo que tal vez no hay tierra y cielo, materia y espíritu, cuerpo y alma, cotidianidad y trascendencia, construcción y disolución, sino que son una sola y misma cosa, y navegamos de la dualidad a la unidad. Si la mente racional se ha vuelto imperante en su modelo lógico disyuntivo, no es menos cierto que los seres humanos estamos movidos por una sed de búsqueda que intuye otra fuente y otra realidad, otra lógica, copulativa y unitiva. Acudiendo a la voz de la ciencia, en boca de Niels Bohr: «Una verdad superficial es un enunciado cuyo opuesto es falso. Una verdad profunda es un enunciado cuyo opuesto es otra verdad profunda». A través del libro, sean pues bienvenidos la bici y su pedaleo, a darnos pistas y caminos de experiencia interior, para calmar esta sed y propulsamos un poco más hacia la serena mente.
En otra línea reflexiva, la bici opera como símbolo y metáfora. La bici es un invento (ya diseñado y perfilado por Leo-nardo da Vinci, como explica el libro), más y más usado cada día, que recluta nuevos contingentes, atraídos por la estela del símbolo: resistir, simplificar, lentificar, presenciar, sentir, permanecer en contacto con uno y con la vida. Como si contuviera un principio emblemático, que remite a valores y sensaciones tales como naturalidad, salud, cuidado, respeto, sencillez, ritmo humano, humanidad, goce, infancia y curiosidad, equilibrio, autonomía, ecología, etcétera. Su uso es apenas contaminante,
cero embrutecedor, no desprende gases tóxicos, y en su cuidado y reparación podemos ser casi autosuficientes porque sus engranajes mecánicos son sencillos y no dependemos de los grandes consorcios o de profesionales muy especializados. Los profesionales que florecen y se multiplican en pequeños negocios de venta y reparación de bicicletas en las ciudades, suelen conservar el sabor de lo artesanal, familiar y afable. Tomando esta analogía de la no contaminación o su reverso de «pureza», cuando montamos en bici, y somos abstraídos o tomados por el flujo o nos sentimos uno con la bici y el entorno y con lo que es a cada momento, también la mente se libera de sus miasmas y toxinas, se purifica por así decir, se vacía, se vuelve más como el claro cielo azul, se serena. El ciclista «sonríe». En fin, se eliminan (o se ponen entre paréntesis) residuos y cuadrículas, que en forma de pensamientos cristalizan en «opiniones», «valoraciones», «distinciones», cuyo conjunto configuran nuestro modelo de mundo. Nuestro modelo o mapa del mundo cristalizado paradójicamente nos aleja de él. Importa, por tanto, desprenderse, purificarse. Por eso también en los Evangelios se sugiere la idea de que «morir a uno mismo es ganar la vida eterna» cuando se dice en Marcos 8, 35: «El que quiera salvar su vida, la perderá. Pero el que pierda su vida en mí la hallará». Es bella la idea de estar montado en la bici en movimiento experimentando un inmóvil y eterno presente, vacíos (muertos) de nosotros mismos, mientras el futuro se nos acerca y nos absorbe con sus caprichosas formas.
Como decía, es este un libro que contiene nutrientes y poe-
. sía para el espíritu. Su lectura me ha llevado a releer el «Poema de la fe en el espíritu» o «Shin Jin Mei» (en japonés) del maestro Sosan, tercer patriarca Zen. Una vez más, me impacta este maravilloso y críptico poema: «Haz la menor distinción, y cielo y tierra se separarán infinitamente». Es lo que decía de la purificación. El creador de singularidades o distinciones o evaluaciones es el pensamiento que se aleja del modo «contemplativo» para trocear (por no decir descuartizar) la realidad con su hacha conceptual. En esto modo, cielo y tierra, luz y tinieblas, arriba y abajo, forma y vacío dejan de ser uno y lo mismo. Ingresamos en la dualidad, la dicotomía, la dialéctica. El Yo toma posición, y de este modo construye la propia cárcel. El Zen es práctica y meta al mismo tiempo. No es medio para un fin, sino medio y fin al mismo tiempo. Atesora el potencial para agrietar las paredes de nuestra prisión personal.
En otro orden de cosas, este es un libro con poderes evocativos, pues me ha llevado a incursionar en mi biografía y a recordar. Por el lado Zen, las aburridas y gélidas tardes en Pamplona donde, durante los permisos de salida del estúpido cuartel en el que realizaba el estúpido servicio militar, leía a Suzuki Roshi. Estoy seguro de que no entendía gran cosa, pero me daba igual, ya que leerlo me acercaba a un aroma que me hacía sentir más vivo, más en mí mismo o algo similar, y operaba de antídoto para este tiempo baldío y carente de sentido de la milicia. Hoy en día pienso que, sin clara conciencia de ello, estaba motivado por esta sed de trascendencia y sabiduría que creo vive y late en todos.
Por el lado bici, las evocaciones han venido en tropel desde mi infancia rural, y en el contexto de una familia muy, muy, extensa. Intacta la emoción y la memoria clara de la pequeña y única bicicleta infantil, en la masía de mis abuelos, sobre la cual nos abalanzábamos una enorme pléyade de primos, todos deseosos de hacer nuestros trescientos metros de gloria, antes de pasarla con pena, desgana y envidia, al siguiente. Debió ser una escuela de generosidad y comunalidad, pues algo se aprende al respeto con tan poca bici y tantos hermanos y primos. Pero el anhelo y el placer eran indescriptibles, pedaleando por el camino surcado por almendros y cañizos, hasta llegar al límite de lo permitido y seguro, la vía del tren del pequeño pueblo. Me ha retrotraído también a la enorme bicicleta envejecida, amarillenta-anaranjada, de mi abuelo. Cuando él tomaba su café y jugaba su partida de cartas en el bar, al lado del parque, y veíamos su bici, a veces corríamos a pedírsela para dar unas vueltas. Metíamos la pierna derecha por el interno del cuadro para alcanzar el pedal y desde ahí empezábamos a pedalear, por supuesto, también por turnos. Luego sentí el enorme placer adolescente de pedalear en grupos de amigos por los caminos que rodean los campos de labranza. Tomo conciencia ahora de que no tuve mi propia bici hasta grande. En Barcelona compré la primera con veinte años. Confieso que al poco de usarla por la ciudad me asusté y sentí claramente que mi vida corría inminente peligro. Por suerte, los tiempos han cambiado y a día de hoy cada vez hay más carriles bici y más personas se suman al contingente de los «ciclistas urbanos», animados por la descompresión y salubridad que algunas ciudades más conscientes y humanas promueven y necesitan. Agradezco a Juan Carlos que sus palabras tengan esta potencia evocadora de viejos recuerdos entrañables enterrados en capas sucesivas de deberes y responsabilidades. Que me despierte la añoranza de las precisas palabras de Galeano: «Vivir por vivir no más, como canta el pájaro sin saber que canta o como juega el niño sin saber que juega». Otra confesión: después de leer el libro he vuelto a andar en bici con placer.
Terminaré diciendo que se trata de un libro inspirado y ocurrente, humanista y contracultural, intelectual y experiencial, riguroso y amoroso, culto y popular, terrenal y espiritual. Y, sobre todo, un libro Zen, cuya máxima (el libro nos la recuerda) más simple, elevada y menos comprensible es: «Cuando como, como. Cuando duermo, duermo». Y agregaría yo: «Cuando ando en bici, ando en bici».
JOAN GARRIGA BACARDÍ
Agosto de 2015, Port de la Selva
Introducción:
Una hermosa sensación de nada
Si alguna vez al subir a la bici y empezar a pedalear, tuviste la sensación de que tus actos eran independientes de tu voluntad y de que todo lo que estabas pensando se ponía en pausa, no necesito explicarte a qué me refiero. El Zen lo llama presencia plena.
Un mediodía a finales de 1982, a los treinta y ocho años, me di cuenta de que la bici se maneja a sí misma. Sentado frente al Río de la Plata, en la bahía que hoy ocupa el Jardín de la Memoria, está conmigo Daniel Coifman, un amigo psicoterapeuta que pasó un par de temporadas en el Instituto Esalen de Big Sur, viajó varias veces a la India y, para decirlo brevemente, exploró los misterios de la conciencia. Nuestras bicicletas están apoyadas una contra la otra.
Le digo que recuerdo todos los lugares por los que pasamos: el planetario, la barrera del tren, la cerca del aeropuerto, el
cruce al Club de Pescadores. También, el viento sobre la cara, el agua salpicando la baranda, el olor a comida de los restaurantes, cuando diste un rodeo para no pasar cerca de los dos ancianos que tomaban mate... Sin embargo, no recuerdo los pensamientos que tuve. Me distraje, no sé dónde estaba... solo sé que estoy aquí.
Daniel da un salto y se pone de pie. «No, no te has distraído —dice—, estuviste abstraído, pero no estuviste ausente. Y aunque no lo creas, es justamente lo contrario.»
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Han pasado treinta años desde aquella hermosa sensación de nada y de aquel diálogo frente al río, cinco libretas de 160 páginas cada una, casi rotas de tanto ponerlas y sacarlas del bolsillo, con centenares de palabras y frases sueltas, oraciones y párrafos inconclusos, copias de citas o subrayados. De tanto en tanto, las copio en un larguísimo archivo en mi ordenador y lo abro en cualquier página.
—«El que viaja es el motor.» —«Hay riesgos, no fantasmas.»
—«Implicarse sin implicarse.»
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Los enlaces entre bici y Zen se establecen de manera involuntaria, aludan al aspecto al que aludan. No los busco, me persiguen.
Meditar no consiste en sentarse con las piernas cruzadas y las manos hacia arriba para lograr otro estado mental, sentarse «es» ese estado. Del mismo modo, sentarse con las piernas hacia abajo, moviéndose a la par de los pedales, y con las manos en el manillar, también «es» en sí mismo el estado mental propio de la bici.
Las dos prácticas son una «digestión mental», pues nos depuran por dentro. Puede parecer un silencio pasivo; no lo es, ya que la mente se vacía y con naturalidad entra en un estado sutil de atención.
La información que el ciclista le pasa a la bici y la que esta le devuelve es un diálogo similar al que mantenemos con nuestro cuerpo, cuyas partes se anticipan a los mensajes de la mente y parecen moverse con autonomía.
Una mano recorre el borde de una mesa y reconoce dónde termina. Una pierna en el aire y un movimiento del pie son capaces de recibir una pelota de fútbol y desviarla hacia el ángulo libre del arco, todo eso en menos de un segundo, como si nadie le preguntara qué hacer a la mente, ni esta tomara una decisión.
La mente asiste en su doble significado: estar allí, cuidando, y enviar la ayuda (información) necesaria. Una coreografía que trasciende todo vocabulario.
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Cuando lo incorporamos con los sentidos, el objeto bici se vuelve una extensión de nuestro cuerpo, como si fuera otra extremidad. Llega a transmitirnos su estado, lo que necesita en cada momento, e interpreta los impulsos que le llegan del cerebro, a través de nuestros puntos de apoyo. Casi desde que aprendemos a andar, establecemos este diálogo, que es instintivo, y del que no nos damos cuenta.
Para el Zen, el andar «es» ese diálogo.
Del mismo modo, cuando el cuerpo y la mente se combinan mejor —de aquí en adelante diremos que se alinean—, el fluir de la energía o elán vital encuentra menos obstrucciones. Va y viene por el interior del ciclista y el de la bici, ya que es natural, y los puntos de contacto ofician de interface.
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Al meditar, se alinean los diferentes cuerpos que nos componen (físico, emocional, mental y otros menos registrables), se anulan las interferencias de la mente y se abre en la conciencia un contacto menos verbal con quien somos en profundidad y en esencia. A veces, alcanzamos cimas a las que no llega ningún pensamiento y nos parece al mismo tiempo estar y no estar presentes. No se diferencia entre lo observado y el hecho de que somos nosotros quienes observamos. Podemos permanecer allí o ir más lejos y volver cuando lo deseemos.
Aunque puede ser peligroso querer alcanzar ese estado sobre la bici, sintonizar con la meditación es aprovechar cada oportunidad para lograr integrar el continuo hombre-bicicamino (camino incluye al entorno).
Esta perspectiva toma más sentido ahora que el ciclismo se ha vuelto una práctica generalizada, cotidiana y menos resistida. Muchos están descubriendo que andar en bici aporta una alineación interna y no solo una forma externa que sirve a sus necesidades.
Me dice el mecánico de mi auto, también ciclista, «cuando necesito alineación y balanceo, salgo en aquella basura», y señala una bicicleta negra apoyada sobre la pared del fondo del taller.
Sumario
Prólogo de Joan Garriga Bacardí
Cuando ando en bici, ando en bici 9
Introducción
Una hermosa sensación de nada 19
PARTE I: HAY MUCHA BICI POR ANDAR
El fenómeno, la oportunidad 25
1. El ciclista urbano 27
Ancestros de las dos ruedas 29
Sujetos de culto 34
Lo imperceptible 36
Conciencia de red 39
Lo intransferible 41
Transpirar la bicicleta 46
La ciudad como locación 57
La comunidad invisible
Soplando en el viento 66
PARTE II: CELEBRO LA BICI QUE HAY EN TI
La práctica, el goce 67
2. Andar 69
Pedalea y mira 72
El eterno presente 80
Hacer contacto 88
Sin ir más lejos 91
El punto de encaje 95
Permitir que ocurra 102
Sin intención 108
Una práctica consciente 112
3. ¡Despierta, energía! 117
Alinearme con la bicicleta 119
Aprender del aprender 123
Sentarse en el vientre 125
4. Hombre bici camino 1131
La conciencia transverbal 1133
Desidentificarse 1135
Todo es tan Eso como puede ser 140
La vida diaria como camino 146
Ninguna parte 149
PARTE III: REGLAS DE EXPERIENCIA
Los cuidados, el sentido 153
5. El andar correcto 155
Pedalear 159 Mirar y prever 163
Respirar 166
6. Ir con ojo 169
Un código interno 171
7. Mantenerla impecable '175
Antes y después 179
Cuidarla es cuidarme 181
La lógica de la inferencia 184
Epílogo 1: Mis siete bicis 187
Epílogo 2: Un Zen laico 199
Bibliografía 207
Agradecimientos 209
Sobre el autor 213