Emociones. nada ocurre por casualidad
Referencia: 9788469744758
«TEN CORAJE PARA TODO MENOS PARA RENDIRTE»
Aquí en la contraportada, debería escribir el resumen de éste libro. De un libro que ha sido escrito desde mi corazón y del de sus colaboradores. Pero... ¿Cómo se puede resumir la vida? ¿Cómo se puede resumir la muerte? ¿Cómo se resumen las historias reales ligadas a un cáncer?
No poseo la sabiduría para condensar en unas líneas lo que éste libro ha supuesto.
Me faltan palabras para explicar la alegría o la tristeza, la esperanza o la desesperación. El dolor y las vivencias de sus personajes, ¿Quién los puede resumir?
Escribir éste libro ha provocado más de una lágrima, porque hablar de uno mismo, de nuestros sentimientos, de nuestras EMOCIONES; no es fácil. Por eso, y porque con él no se acaba nada; dejaré el resumen para cuando ésta enfermedad nos deje VIVIR
Emociones
En éste, mi segundo ensayo de libro, intentaré explicar por qué creo que NADA OCURRE POR CASUALIDAD; y digo ensayo, porque cómo neófita en el arte de la escritura, no me atrevo a darle la categoría de libro. Sería una osadía por mi parte meterme en el arte literario, no se me ocurriría volar tan alto; sólo intentaré hacer una pequeña aportación al mundo del cáncer desde dentro, desde los sentimientos y las EMOCIONES, con todo lo que eso conlleva. Pero ya comprobareis con su lectura que las personas que colaboran en él están por encima de mis conocimientos y os aportarán muchísimo más que yo. Los pacientes, sus familias, sus amigos y sus donantes nos contarán sus vivencias: algunas serán tremendas por su crudeza, pero sobre todo serán historias llenas de vida y nos darán una gran clase de supervivencia; porque ellos están aquí y su ejemplo nos ayudará a superar la desesperanza. A concienciarnos de que una donación de médula hará que les vuelvan a crecer las alas y que la lucha, por dura que sea siempre es necesaria. Donar médula es donar vida, quizás por eso se les llame ¡células MADRE! No caeremos en el infierno sin fondo de ese cáncer que acaba de llegar a nuestra vida, venceremos los miedos, ¡le podemos ganar!
Poco a poco, iréis conociendo a todas las personas que participan en este pequeño proyecto. Yo les di la caña y ellos han llenado el cesto de preciosos peces.
No es necesario que sus relatos o sus manifestaciones se hagan a mi manera; porque esta colaboración es libre, y como tal, libremente, pero unidos, llegaremos al final.
Todo esto empezará por el final. Porque en ese final creció el principio de mi atrevimiento.
Me asomé a la ventana de la quinta planta del hospital Gregorio Marañón. Eran las diez de la noche, alguien me dio en el hombro y me dijo: ¿Qué miras?, ¿Qué pasa?
Era Nochebuena y, como una noche cualquiera, cientos de luces permanecían encendidas. Sin volverme, sin saber quién era la persona que llamaba mi atención, acerté a responder: ¡cuánto dolor se esconde detrás de esos cristales!
En ese momento sólo podía pensar en tantos enfermos y en tantas familias que sufrían y padecían la perdida de sus seres queridos. Cuánto dolor en el cuerpo y cuánta pena en el alma. Ese dolor que se siente y que no se puede explicar que, de hondo y profundo, rompe cualquier barrera.
Con los ojos llenos de lágrimas y sin darme cuenta, salí de aquel cuarto donde habíamos colocado algunos dulces navideños y me encaminé a las habitaciones de esos seres humanos, postrados en camas sin esperanza de vida, pero agarrándose a ella con la fuerza que da el miedo.
Estaba en la quinta planta, en la de cuidados paliativos, en esa última planta del edificio de oncología donde se va a morir. Jamás pensé que llegaría a trabajar en esa unidad y a sentir tanta sensibilidad y proximidad con los enfermos, ni que me llegarían tan adentro sus EMOCIONES.
Nunca pude imaginar que sentiría como siento; quisiera poner mi mano en sus carnes dolientes y devolverles la vida, la paz y la serenidad que la enfermedad les roba, poseer la magia y la fuerza que les haga volver a caminar, pero solo soy... humana, y con esa humanidad voy a tratar de darles todo lo que esté a mi alcance, porque ellos se lo merecen.
Los miro y no sé qué hacer ni cómo hacerlo. Siento dentro de mi impotencia y rabia. Escuchar sus quejidos pidiendo otro rescate,
más analgesia que alivie su dolor, y no puedo hacer otra cosa que darles mi amor y mi presencia procurando aliviarles en todo lo que esté en mi mano, ayudándoles a vivir sus últimos días.
Intento comprender que esto es la vida y esto es la muerte. Procuro que sus últimos días sean lo menos tristes posibles. ¿Ayudarles a morir? ¡Cuánto duele, cuánto cuesta! Pero qué sensación, qué obra tan satisfactoria cuando los veo sonreír y puedo hacerles esa etapa, esos momentos menos amargos.
Escuchar sus voces llenas de conformidad, o sus plegarias y a veces sus maldiciones por no entender los porqués, te remueve las entrañas; ¡que grandeza! Ver como a pesar de todo son capaces de sonreír. Ellos nos dan lecciones diarias, ellos nos enseñan a vivir viendo lo duro que es morir. ¡Qué difícil es morir!
No nos podemos permitir llorar junto a sus familias. Controlar las emociones sería lo aceptable, pero ¿Quién puede no sentir, no escuchar, no acompañarlos en su delirio? Vemos cortinas de agua salada empapando sus rostros, que a veces se mezclan con las nuestras, que sin poder evitarlo ruedan por nuestros uniformes, unas ocultas y otras a escondidas. Evitamos sus miradas de súplica, observamos sus manos abiertas llenas de una esperanza que dejó de ser para dar paso a la sumisión ante la muerte que se agazapa en cada rincón, aguardando el momento para tirar de esas manos que buscaban... algo diferente.
Observamos atentamente ese aliento de vida que pierden en cada suspiro, en cada despertar, que cada vez es más difícil, más lento, más doloroso. Intentamos adivinarles, pero la vida y la muerte son impredecibles. Su fortaleza nos sorprende a cada paso, pero es la señora blanca de la guadaña la única que decide.
En esa noche de fiesta se vivieron escenas impregnadas de emoción. Hubo familias que dedicaron sus esfuerzos a
demostrarles su amor haciendo de esa noche, una noche especial. Llenaron de cadenetas y serpentinas las habitaciones. Las mesas estaban vestidas de rojo y oro y llenas de suculentos alimentos que se iluminaban con velas del color de la esperanza. Flores de Pascua y botellas de vinos espumosos acompañaban con lujo aquellas viandas. Completaban la escena los familiares que se habían vestido con sus mejores galas, pero sobre todo y por encima de todo, se respiraba amor, ¡mucho, muchísimo amor!
Pasé por todas las habitaciones, les felicité las Pascuas y después de comprobar que no me necesitaban, abandoné las habitaciones con lágrimas de emoción. Pidiendo la paz para todos me dispuse a salir para vivir mi propia noche de Navidad.
Salí del hospital, y al pisar la calle sentí el aire frío, casi gélido, y sin ponerme el abrigo comencé a andar. Necesitaba respirar muy profundamente, notar el suelo, sentir la noche, oír el silencio. Me preguntaba a cada paso el porqué de tanto sufrimiento, si esto podría ser evitable ¿Es necesario sufrir tanto para morir?
Con la angustia de no entender, busqué a mi alrededor. Buscaba... no sé qué, supongo que una mirada amiga; pero estaba sola. Esperaba el autobús que no llegaba, que no llegaría nunca. El último había pasado hacía media hora; pero me dije, - ¡qué más da! Me apetece caminar, necesito caminar-.
Dirigí mis pasos o mis pasos me dirigieron a mi (quién sabe), supongo, que en la dirección correcta, pensando en llegar a casa y celebrar mi propia fiesta de Navidad.
Miraba a mi alrededor y no veía nada, las calles vacías, ningún viandante. Tan solo algún coche indiscreto interrumpía el silencio y sus luces iluminaban mi camino.
Después de recorrer un largo trecho, que me pareció a veces largo y a veces eterno y, hundida en mis pensamientos, vi algo brillar entre las hojas de los setos. Era la luz de esa tienda siempre abierta que espera a los rezagados, a los tardíos como yo. Esos comercios atendidos por personas de ojos rasgados, por esos para los que no existen los horarios, ni los días, ni las fiestas; ellos estaban ahí para que yo hiciera un alto en el camino.
Compré para mi cena navideña una cerveza y un roscón (sin nata), y con mi botín en una bolsita blanca seguí mí viaje en busca de mi coche, siempre fiel, pero que cada vez parecía estar más lejos.
Disfruté de mi paseo, y también lo padecí. Las calles parecían inmensas, eternas y tortuosas, no tenían fin; pero mi soledad no era tanta: el frío y mis pensamientos me acompañaban y me lo hacían algo más corto.
Miré los árboles, gigantes nocturnos que asustan por su inmensidad. A veces desaparecían mezclados con la oscuridad y de repente, volvían a tomar forma cuando la luz atrevida de una farola les alumbraba.
Cuántas cosas a mi alrededor que por habituales nos pasan desapercibidas, que las miras a diario y no las ves. Como dice el refrán, las echas de menos cuando ya no las tienes.
Atravesando calles y más calles conseguí llegar a mi coche; allí estaba, paciente, esperando para llevarme a mi destino. Le di al botón de las llaves y dos luces me dijeron: ¡aquí estoy, haciendo tiempo hasta que llegaras! Sentí su compañía porque en ese momento era mi único amigo.
Llegamos a casa, aparqué a mi chico de cuatro ruedas y subí al cuarto piso donde me aguardaba mi fiesta particular.
Dispuse mi cena sobre una servilleta de papel, esa cena que había elegido para mi noche de Navidad: un roscón chiquitito con frutas, no sé si escarchadas o resecadas, pero que regué con mi cervecita medio fresca o medio tibia; la pobre, había sufrido un camino sin refrigerio y andaba de aquella manera.
Conecté el televisor y miré la pantalla encendida, y, ni siquiera recuerdo si emitían algún programa navideño, o simplemente... estaba encendida. Mi mente estaba en otro sitio, volaba hacia aquellas ventanas con sus luces brillando eternamente.
Sin poder evitarlo lloré amargamente, ya no sé si por recordar lo vivido o, simplemente por haber dejado de vivir lo que quería, o por lo que ahora estaba viviendo.
Ese trocito que dejas en cada padecer se convertía ahora en esos pacientes que duermen en las habitaciones con ventanas encendidas y que, sin remedio, ya no recuperas jamás, pero que hubo un momento en el que te pertenecían y que siempre estarán en ti porque son parte de tus vivencias, de ese día a día que se repite sin que nada "termine".
Era una noche más, quizás algo especial por las fechas, pero como siempre... serían fechas de esperanza para algunos y de despedida para otros.
Intenté conciliar el sueño tratando de no pensar, pero... ¿Cómo podría?, ¡imposible!, repasaba cada rostro, cada mirada.
Paseé mi mente por cada habitación y volví a sentir en mi retina esas ventanas, esas luces que también alumbran y guardan vida; nuevas vidas que llegan a un mundo injusto, a este mundo que te cría para morir pero que no te prepara para despedirte, para decir adiós sin dolor. Que te recibe para darte mucho y para quitarte más, que nos obliga a cerrar los puños de rabia y decir ¡se acabó!, pero que, aun así, merece la pena vivir, porque la vida, a pesar de todo, ¡es tan bella! Que... por eso estoy, estamos aquí.
Sabemos que dejar ir y decir adiós serenamente a los que queremos o amamos es imposible. Nuestro egoísmo humano se revuelve contra las pérdidas. Les sentimos nuestros y así les convertimos en parte de nosotros mismos ¿Quién nos pide permiso para robarnos nuestro amor, para quitarnos a nuestros hijos, a nuestros padres o hermanos? ¿Quién se atreve a robarme lo que me pertenece, a este ser que parí, que crie y quise tanto y que desde siempre vive tan dentro de mí?
Y en la impotencia de no ser nada, de no tener el poder, cerramos los ojos con rabia y con el corazón roto les decimos adiós. Sólo a los que creemos que hay "algo más" nos queda la esperanza de que algún día, les volveremos a encontrar.
TUS ALAS YA ESTABAN LISTAS PARA VOLAR
PERO MI CORAZÓN, NUNCA ESTUVO
PARA VERTE PARTIR