Celiaquía, intolerancias y alergias alimentarias. Por Teresa Tranfaglia. ISBN: 9788491110408

Celiaquía, intolerancias y alergias alimentarias

Referencia: 9788491110408
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De los entrantes a los postres, 800 recetas
para una dieta equilibrada y una
alimentación sana y natural.

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La ciencia ha demostrado la importancia que las alergias y las intolerancias alimentarias tienen en muchas patologías, como, por ejemplo, la celiaquía o la intolerancia permanente al gluten, una enfermedad cada vez más difundida que, de no tratarse, puede provocar daños muy graves en el organismo.

Celiaquía, intolerancias y alergias alimentarias nace precisamente de la voluntad de ayudar a quienes, afectados por esas dolencias, desean disfrutar de unos manjares deliciosos, realizados con ingredientes biológicos, que contribuyen a que el organismo recupere el equilibrio y la fuerza perdidos. Los alimentos preparados sin gluten y sin las proteínas de la leche de vaca, los huevos, la carne de cerdo, el azúcar blanco, levaduras, etc., te ayudarán a seguir fácilmente las indicaciones del homeópata y del homotoxicólogo, así como las que sugieren las pruebas de intolerancia alimentaria. Por fin podrás saborear una estupenda porción de pizza, un cremoso helado o unos delicados buñuelos.

Formato: 15,5 x 23,5 cm | Páginas: 752

TERESA TRANFAGLIA
Vive con su familia en Salerno, Italia, donde se licenció en pedagogía. La celiaquía afectó a su segunda hija cuando era tan solo un bebé, y eso determinó un cambio radical en su crianza y en su desarrollo. Teresa inició una serie de búsquedas para solucionar los problemas de salud de su hija, y, tras conocer al maestro Naburu Muramoto, se aproximó a la macrobiótica (y más tarde, poco a poco, a la homeopatía y a la homotoxicología). A partir de la rápida mejora experimentada por su hija, la autora decidió profundizar en el conocimiento de la cocina macrobiótica y natural y, más tarde, compartir con los lectores sus conocimientos a través de esta magnífica obra.

Traducción: Manuel Manzano

PREFACIO

Los motivos que me han llevado a escribir este libro son diversos: en particular, tuve el deseo de aportar mi experiencia a los demás, por casualidad, a finales de la década de 1980, cuando di a luz a mi segunda hija.
A menudo hablábamos de darle a la primogénita un hermano y, antes de hacer efectiva la voluntad de una nueva maternidad, me aseguré de ir a una conocida clínica dental de mi ciudad, porque quería comprobar el estado de mis dientes. En esa ocasión me eliminaron tres caries, que después cerraron con amalgama, por lo que a los tres empastes de amalgama que ya tenía se añadieron otros tres más. Di las gracias, pagué y me fui a casa feliz, segura de que había hecho lo mejor para mí y para el que deseaba concebir.
En aquella época, cocinar, es decir, alimentarme a mí misma y a los miembros de mi familia, significaba llevar a la mesa deliciosos platos que alegraban la vista y el paladar, sin importar lo que le sucediera a la salud con la ingesta de uno u otro alimento y, por supuesto, sin asociarlos a alteraciones metabólicas u otras alteraciones que pudieran derivarse.
Mi nevera y la despensa estaban llenas de alimentos tales como bebidas gaseosas, leche, nata, embutidos, queso, mayonesa, bocadillos y todo tipo de aperitivos, tentempiés... También mi congelador se jactaba de contener ricos helados, verduras y carne congelada, e incluso pan congelado, por sugerencia de alguien. En apariencia, la vida era simple: estaba lista para servir la comida en la mesa.
Seguía revistas que me aconsejaban que fuera «moderna»: una comida en la mesa sólo duraba 15 minutos, desde el aperitivo hasta el postre.
Yo era un «ama de casa», que muchos llamarían «normal», plenamente integrada en la sociedad de consumo y, madre santa, ¡cómo consumía!
La desventaja, que descubrí más tarde, era que de esta manera nos «consumíamos» también nosotros.
De hecho, a pesar de que ingeríamos alimentos muy recomendados por la publicidad, me sentía más y más cansada, y eso me llevaba a utilizar productos alimentarios que minimizaran mi trabajo en la cocina, y entonces podía descansar. En resumen, estaba en un círculo vicioso del que, como
he mencionado antes, salí «por accidente», después del nacimiento de mi segunda hija.
Mi pequeña, por razones que explicaré más adelante, fue, de hecho, mi verdadera maestra, porque me condujo a un análisis profundo de mí misma y de mi entorno. Me enseñó que no podemos aceptar ser el producto «ejecutivo» de una publicidad que aceptamos «automáticamente», es decir, la pasividad y la alienación.
Es bueno recordar que somos lo que COMEMOS, lo que BEBEMOS, lo que RESPIRAMOS (e inhalamos), lo que nos SUMINISTRAN (por obligación o no, como las vacunas), lo que nos METEN EN LOS DIENTES (amalgamas de mercurio-paladio) y lo que PENSAMOS. Con demasiada frecuencia, sin embargo, nuestros pensamientos resultan condicionados y en algunos casos «atacados» por los factores antes mencionados.
No pretendo decir, entonces, que una buena alimentación puede cambiarlo «TODO», ya que son numerosos y complejos los factores que intervienen en la alteración de nuestra salud. Es cierto, sin embargo, que una nutrición apropiada puede mejorar, sin duda, y mucho, nuestras vidas. Si nos acercamos a la naturaleza, esta nos ofrece a todos maravillosas oportunidades: y yo he sentido la alegría de tener esta experiencia extraordinaria.
En este sentido, Carlo Guglielmo, fundador de la Ventana al Cielo (conocida empresa productora de alimentos orgánicos naturales), se pronuncia así: «Todo el mundo sabe que para mantener un buen estado de salud es importante comer de manera correcta, pero pocos saben en realidad en qué consiste una nutrición adecuada. Los que se lo preguntan buscan tarde o temprano una respuesta en el mundo de la alimentación natural, atraídos por la perspectiva de una comida más sencilla y saludable. Pero en ese momento pueden encontrarse más confusos que antes: en realidad un término genérico como «alimento natural» puede llegar a ser demasiado vago a la hora de tomar decisiones importantes, tales como las relativas a la propia salud. Hoy puedes encontrar muchos de los alimentos que se definen como «naturales», pero ¿son todos ellos igualmente válidos? Y si no, ¿cuál elegir? ¿Existen directrices razonablemente seguras en este campo? Muchísimas personas han comprobado que la alimentación natural macrobiótica es la más adecuada para su salud y su bienestar, la que hace que se sientan mejor sin privarles del placer de comer de un modo agradable al paladar y variado». [Alimetazione macrobiotica: fonte de salute, 1997]
Por estas razones, te invito, lector, a que pongas en práctica mis consejos culinarios: descubrirás, en algún momento, la concreta posibilidad de poner realmente el «amor en la cacerola». Y esos «filtros de amor», poco a poco, producirán en ti las espléndidas maravillas... Pasarás etapas cada vez mejores que potenciarán tu espíritu y, lo más importante, tu salud. ¡Sólo hay que probar para creer!

CAPíTULO 1
Alergias e intolerancias
alimentarias

1.1
Una experiencia casual
En 1986 nació mi segunda hija: un nacimiento un poco difícil porque la pequeña se dislocó la clavícula pero, en general, no hay nada especial. Me dijeron que yo tenía poca leche y que tendría que darle también el biberón. Algo me impulsó a seguir mi instinto, es decir, a dejar que el bebé mamara hasta que yo produjera más leche. Así fue. Le di pecho hasta los nueve meses y medio, y fue maravilloso. Durante el primer mes surgieron algunos problemas debido a la adición de leche en polvo, que el bebé rechazaba categóricamente, y luego, otro problema, que diagnosticaron como serio y que duró dos meses (bronquiolitis viral), pero con mi leche se resolvió esa situación y otras que se presentaron. Después de la primera vacunación, se intensificó la secreción de mucosidad y el asma. Las cosas se pusieron difíciles cuando me vi obligada a dejar de darle el pecho porque los médicos decían que ya no tenía alimento, y que era necesario obligar a la pequeña a comer, algo que ella parecía no aceptar. Me dejé convencer. Apenas veinte días después estábamos en el Policlínico Federico II de Nápoles.
La diarrea continua y el desesperado malestar de la pequeña llevaron a los médicos a probarlo todo: la colonoscopia, la gammagrafía hepática y el TAC abdominal con contraste para descartar la sospecha de un neuroblas-
toma (el examen de las catecolaminas urinarias resultó alterado), la prueba de restricción de agua, diversos análisis de sangre y bacteriológicos, etc.
Al final de una larga hospitalización, salimos de la clínica con este diagnóstico: intolerancia alimentaria múltiple; la dieta, aún tiemblo al recordarla, fue la siguiente: almidón de maíz crudo y seis liofilizados de cordero al día. El bebé empeoraba cada vez más. Entonces pedí otra opinión y le hicieron una biopsia duodenal por vía oral, con una muestra de jugo duodenal, que se suponía que nos informaría un poco más sobre el estado de su intestino. Del análisis de la muestra se descubrió una modesta infiltración eosinofílica y mononuclear y una morfología de las vellosidades normal; el examen microbiológico de jugo duodenal llevó una carga de 10 a la quinta UFC/ml con presencia de lactobacilos, Staphylococcus coag + acinetobacter. No fue posible determinar siquiera la sospecha de celiaquía porque mi hija no estaba tomando gluten.
Esta vez, los pediatras del policlínico decidieron que había que suministrarle una dieta «no dieta»: un hidrolizado proteico al 12,5 % + aceite MCT + aminograma mineral. El hidrolizado proteico era caro; para las necesidades de la niña superaba los 7,74 euros al día. Estaba constituido por maltodextrinas y aminoácidos.
Luego estaba el hidrolizado proteico que el bebé debía tomar cada 2-3 horas, incluso por la noche, que no estaba subvencionado por la seguridad social.
Sus problemas metabólicos, incluida la «poliuria» y la «polidipsia» continuaban, y cualquier tentativa «tradicional» de curarla no servía de nada. Las cosas no cambiaron para ella hasta los dos años y medio; de hecho, su sistema inmunológico estaba perdiendo más y más capacidades: la bronquitis, el asma, la bronconeumonía, la febrícula, la diarrea y el estreñimiento estaban constantemente presentes. El eccema atópico, la fotosensibilidad y la hiperamonemia coronaban la escena, pero lo que más me molestó fue su repentino cambio de «estado de ánimo» o, para ser más explícitos, de «naturaleza». A veces parecía «desnaturalizada», es decir, era irreconocible, tanto por el color de su piel como por lo que veía marcado en su rostro: de pronto le invadía una alteración real de la conciencia, con estados de confusión que siempre anunciaban problemas vasomotores; parecía que me traspasara con los ojos, como si no me reconociera; muchas veces se me agarraba como una ventosa y empezaba a pellizcarme los brazos y continuaba así durante horas, en aquel estado del todo indescifrable para mí; otras veces la veía en el suelo tratando de alcanzarme, arrastrándo-
se y haciendo patente la urgente necesidad de aferrarse a mi cuerpo y comenzar la «indispensable» práctica de los «pellizcos». En la historia clínica se señaló: «Alteración de la capacidad de orientación espacio-temporal, meteorismo abdominal, halitosis, hepatomegalia». Más tarde, una enfermedad reumática con glomerulonefritis completó el cuadro.
Consultamos por teléfono en distintos departamentos de pediatría, a profesionales de varias clínicas, para buscar un apoyo ante aquella situación desesperada. Muchos problemas cerraban las puertas a la solución de la enfermedad, en particular sus respuestas a las penicilinas y otros antibióticos.
Reacciones como el edema de glotis, el shock anafiláctico, problemas vasomotores y de termorregulación eran las temidas respuestas del tratamiento que era necesario en aquellas condiciones.
Estábamos desesperados, y en esa ocasión, mi marido y yo nos dimos cuenta de lo que significa literalmente «darse con la cabeza contra la pared». Fue entonces cuando una amiga, Rosanna Vitola, nos sugirió que probáramos la medicina homeopática, de la que sabíamos más o menos... nada.
El famoso profesor Negro visitó a la niña, que fue enviada al cuidadoso y cariñoso doctor Gianni Merolla. A nosotros nos parecía absurdo que cuatro insignificantes azucarillos pudieran resolver una situación tan grave. Antes de aquello solíamos pensar que cuanto más tiempo durara y más doloroso fuera el tratamiento, más eficaces serían los resultados. Con enorme desconfianza (y, preciso, solo por desesperación, ya que no podíamos suministrarle a la pequeña nada más que corticosteroides) comenzamos el dulce cuidado recomendado por los homeópatas. Las cosas salieron bien y la niña se curó.
Los análisis de sangre y de orina, realizados con cuidado en el hospital del atento nefrólogo, el doctor L. Martucciello, nos aseguraron que el «azúcar» había funcionado.
Confieso que entonces pensé que había sido un milagro, aunque con el tiempo, y por suerte, seguimos utilizando esa medicación para cualquier problema de salud que aparece en la familia.
A menudo me decía a mí misma: «Debo informarme más, si realmente quiero saber si mi hija se ha curado gracias a un milagro o porque los azucarillos funcionan».
Comencé a cuestionarme cosas como el alcance de lo que yo creía que conocía mejor: la atención de la medicina oficial o alopática.
La primera pregunta que me hice fue: «¿Qué tiene, de hecho, esta medicina oficial, que pueda curar a mi hija?».
Antibióticos, y mi hija casi no podía tomarlos, y, además, hacen daño a todo el mundo; corticoides, y la pequeña los había consumido en abundancia sin que su enfermedad hubiera retrocedido; antiinflamatorios, antihistamínicos, aunque tampoco éstos habían proporcionado solución definitiva; analgésicos, pero se sabe que en la alergia sólo pueden causar daño; inmunosupresores, quimioterapia, radioterapia, técnicas de las que sólo había oído hablar, y que sabía que tenían una serie de contraindicaciones muy serias, y que por suerte el bebé no necesitaba.
¿Tal vez esos «médicos de bolitas dulces» (como los llamaba la pequeña) realmente tenían el remedio inocuo y adecuado para los problemas de la pobre gente?
¿Tal vez la curación de la enfermedad reumática no había sido un «milagro»?
Y, de una manera más cínica, me dije a mí misma: «Si no la cura, por lo menos no la mata».
Hoy sabemos que el «milagro» está garantizado. En casa ya no tenemos ni antibióticos, ni cortisonas, ni antihistamínicos, ni inhaladores para el asma, ni analgésicos, etc. Utilizamos «azúcar», gotas homeopáticas, y, en raras ocasiones, inyecciones homeopáticas; muchos de nuestros parientes, incluso los más reacios a creer que un poco de «agüita» y tres «bolitas dulces» pudieran dar resultados en el campo de la salud, hoy en día están muy satisfechos con la homeopatía. Superado el obstáculo de la enfermedad reumática, faltaba hacer frente al problema alimentario.
Mi hija, como señalaba el diagnóstico del Policlínico de Nápoles, tenía múltiples intolerancias alimentarias. Ciertamente, sin embargo, no podía vivir una vida a base de proteínas hidrolizadas.
Recuerdo cuando celebramos su segundo cumpleaños: un querido amigo (ahora también un maestro de shiatsu), Giovanni Mascia, licenciado en arquitectura, construyó un hermoso pastel de cartón, de muchos colores y muy bien decorado. En el interior pusimos un buen juguete y encima las dos velas, que la niña sopló feliz. Ese día me juré que su tercer cumpleaños no sería así: encontraría a toda costa algo para comer que fuera compatible con su cuerpo.
A menudo me repetía, incluso cuando amigos médicos trataban de disuadirme de que hiciera pruebas con alimentos, que por fuerza debía de existir un alimento para ella. Me dije a mí misma: «Yo no sé qué puede
comer, pero seguro que en este mundo hay algo para ella, y tengo que averiguarlo».
Pero todas las pruebas fallaron: la manzana rallada con azúcar, el arroz hervido con azúcar, la pasta rellena de pera e, incluso, la soja.
Nos desaconsejaban que probáramos más cosas, teniendo en cuenta que la niña reaccionaba mal incluso ante tales alimentos inocentes.
No estaba dispuesta a aceptar que la pequeña tuviera que vivir de proteínas hidrolizadas; no parecía que existiera una manera de resolver el problema.
Nuestra vida cambió totalmente. La mía, en particular, desde el momento en que el bebé tenía que ingerir su biberón cada 2 o 3 horas, incluso por la noche, y por la mañana; en cualquier caso, me esperaba el trabajo. Como resultado de ello, mi hija no tuvo un crecimiento regular. Muchos trastornos, especialmente problemas vasomotores y reacciones alérgicas, plagaban sus pocos años de vida. Para mí era un desastre continuar así. Conciliar el trabajo, la familia, los problemas de salud y los desacuerdos familiares: ¡era muy difícil!
A menudo también dejaba de lado las necesidades emocionales de mi primera hija. En aquel caos no podía entender nada. Yo pasaba por un «oscuro medievo», pensaba que nunca podría encontrar una solución.
Buscábamos sin parar y desesperadamente el «santo» que la curase: consultamos por fax al distinguido profesor Fanconi, del Hospital Kinder de Zúrich, por teléfono al gran doctor Cadranel, en Bélgica, pero ambos nos mandaron de vuelta a la escuela médica napolitana, que una vez más cargó con el peso de mis pequeños experimentos para seguir tratando de encontrar soluciones.
Incluso convencí a mi marido para que viéramos a un ilustre inmunólogo lombardo, dado que las razones de los problemas de nuestra hija parecían deberse a un trastorno del sistema inmunológico. La cosa costó ríos de dinero: nos «acogieron» en una lujosísima clínica para practicarle por enésima vez el test de Prick. Además, para la historia clínica, incluso nos exigieron la presencia de nuestro pediatra, que nos acompañó con gran afecto, a pesar de que tenía que volver inmediatamente a Salerno para cumplir con sus compromisos de trabajo. Por enésima vez, aquellas pruebas no dieron ninguna respuesta durante toda la hospitalización. Pero después de 36 horas, la niña tuvo una reacción alérgica grave. Estábamos en el tren, por suerte casi en casa. Pero por desgracia no pudimos siquiera entender cuál de las pruebas de Prick había desencadenado la alergia,
porque cuando llamamos a la clínica, nos dijeron que no guardaban los resultados de los test realizados. Tras esas enésimas y desesperadas pruebas, las proteínas hidrolizadas que estaba consumiendo fueron sustituidas por otras similares, que se fabricaban en Inglaterra. Cuando nos llegó el producto, creímos que teníamos en nuestras manos el «maná». La niña lo tomó y pronto comenzó a sentirse enferma. Regresamos así al compuesto hidrolizado prescrito por el equipo del Policlínico Federico II de Nápoles, que demostró que era, en esa situación, el mal menor. En 1988 llegó la tía María, una hermana de mi madre. Todos nos quedamos muy impresionados por su excelente aspecto (años antes no estaba tan en forma, tan bella y luminosa). Explicó que la mejora se debía a una dieta no adelgazante, pero practicada sobre la base de pruebas que habían mostrado sus intolerancias alimentarias: al evitar sólo los alimentos a los que era incompatible había recuperado la salud, la energía y la belleza, lo que me impactó profundamente. Corrí a mi pediatra con mi tía (que estaba casi más joven que yo), y se lo explicamos todo. No obtuve ninguna respuesta, ni positiva ni negativa. Mi marido y yo decidimos llevar a cabo las mismas pruebas con nuestra hija. No fue fácil. Tuvimos que ir a Roma, donde un médico asociado a un centro americano en Florida (el lugar donde se llevaban a cabo este tipo de análisis) le hizo análisis a la pequeña y luego los envió al laboratorio de Estados Unidos. Un mes después recibimos los resultados. La paciente no podía tocar azúcares, incluidos la malta y la maltodextrina, así como leche, harina, embutidos, etc. Empezamos a entender algunas cosas. Hasta entonces, toda la comida que le habíamos dado llevaba siempre azúcar. Además, el hidrolizado proteínico con el que se alimentaba estaba compuesto de maltodextrinas más aminoácidos. Poco después ocurrió el gran encuentro... Por casualidad, una mañana me detuve en una tienda de alimentos naturales a comprar unos panecillos sin azúcar (que ya me parecía un alimento particularmente odioso) para mi primera hija. El dueño de la tienda me dijo que estaba al tanto de la situación de la pequeña y me pidió que visitara a un tal Naboru Muramoto, quien en aquel momento estaba en Salerno: un maestro japonés experto en nutrición, que vivía en California. Estuve a punto de perder la paciencia: ya la habían visitado decenas de especialistas, en la familia competían por proponer tal o cual insigne eminencia que, a ciencia cierta, haría que pudiera comer, ¿y aquel hombre se permitía hacerme semejante propuesta absurda? Todo lo que esperábamos era una medicina milagrosa... que nos permitiera darle de comer de un modo «normal»... y aquel chico insistía en que la llevara a
la consulta de un especialista desconocido, ¡además, japonés! «Experto en macrobiótica»... ¿Y qué significaba eso? ¡Ni siquiera era un título en medicina! Pensé: «Pero, ¿cómo se permiten ciertas personas hacer este tipo de propuestas?». No obstante, de vuelta a casa, la idea de aquel comerciante volvía a mí constantemente, hasta que me dije: «Pero, en el fondo, ¿qué tengo que perder?».
Llamé al tendero y pedí hora.
En aquella época el hidrolizado proteínico, a pesar de las molestias que le provocaban, era aún la única sustancia capaz de mantenerla con vida, pero no sabíamos hasta cuándo podría seguir consumiéndolo... y cualquier intento de introducir nuevos alimentos era un fracaso.
Recuerdo que tenía pastillas y viales de cortisona distribuidos por todas partes; una vez hasta encontré dos viales en la guantera del automóvil.
Vivíamos fuera del mundo. Yo, en particular, sólo veía la escuela y la poca vida que se vislumbraba desde la ventana de la habitación de mis niñas, casi siempre con el bebé en brazos que, día tras día, parecía que iba debilitándose, perdiendo las fuerzas. Alguna vez pensé que un vuelo desde aquella ventana liberaría al menos a mi marido y a mi primera hija de tanto trabajo. Y por las noches, cuando la niña estaba enferma, me preguntaba si allí arriba, más allá de las estrellas, habría alguien que me ayudara a encontrar el camino correcto para resolver los problemas de la pequeña...
Al parecer, alguien de allí arriba me echó una mano... Llegó el día de la consulta con el «japonés». No tengo palabras para explicar qué impresión me causó.
Antes de ese encuentro mi hija había sido visitada por distinguidos profesores de diversos hospitales tanto públicos como privados y de lujo. Habíamos consultado a las grandes eminencias de la gastroenterología nacional e incluso europea, y tal vez de la inmunología pediátrica conocida en Italia. Fue un poco duro encontrar, en un contexto del todo anómalo, a aquel anciano japonés:
1) Estaba sentado en el suelo, en el umbral de la tienda de alimentación natural macrobiótica.
2) Tenía por lo menos ochenta años de edad.
3) No tenía más de seis dientes en la boca.
4) Hablaba japonés e inglés (así que tuvimos que confiar en un intérprete que nos tradujera sus pensamientos).
5) La «visita» tuvo lugar en un cuarto trasero muy humilde, y él se sentó en una silla pequeña, como yo, que tenía al bebé en brazos, y mi marido se quedó de pie junto al intérprete.
En esa situación confusa, impresionante y única, lo único que estaba claro era el rostro de mi marido y su mirada aún más explícita que me decía en términos inequívocos: «¡Estás loca!», «Has perdido la razón». «¿Adónde narices nos has traído?».
En cambio, allí comprendí, después de escuchar al «viejo japonés», que nada ni nadie podría detenerme. Ya no tenía nada que perder, así que estaba firmemente decidida a escuchar los consejos simples y naturales de aquel hombre sabio. Obviamente, no entendí nada de lo que decía, pero absorbí con cuidado todo lo que tradujo el intérprete. Muramoto alegó que la niña estaba muy, muy débil (pero eso ya lo sabíamos), y que él podría alimentarla con productos adecuados a su condición, es decir, alimentos «limpios» y naturales. De hecho, nos dijo que él mismo le prepararía la primera comida del día siguiente.
De inmediato le respondí que por mí, bien. En cambio, en casa me di cuenta de lo mal que le había sentado todo aquello a mi marido. De hecho, me prohibió darle la poca comida que nos prepararía el japonés. Así fue. Llamé, pues, a la tienda de comida macrobiótica para informarles de que no iría a recoger la comida que el japonés habría preparado especialmente para mi bebé, sintiendo no cumplir con mi compromiso. El comerciante trató de explicar que el maestro llevaba muchas horas preparando la leche de arroz, por lo que mi rechazo resultaba muy grosero. Mientras esto ocurría, Muramoto, que estaba en la tienda de alimentos naturales, le preguntó al intérprete si sabía el motivo de la reacción un poco encendida del tendero. Y después de que le explicara los hechos, no vaciló, ni se inmutó en absoluto: tomó el cuenco destinado a mi hija y se bebió todo el contenido, y luego dijo: «En realidad lo necesitaba».
Y entonces, el comerciante, que todavía estaba al teléfono conmigo, de repente cambió de tono y dijo: «Se ha ido».
Volví dos días después en busca de Muramoto para rogarle que me preparara esa comida porque llevaba dos noches sin hacer otra cosa que pensar en esa última oportunidad. Él respondió que regresaba a California, pero me dio la receta y me mostró un libro en el que encontré muchas sugerencias.
Y entonces me encontré sola de nuevo y con un libro de recetas en las manos. Me quedé inmóvil frente a la tienda durante un buen rato.
No podía entender por qué no me sentía desesperada, ya que había perdido una gran oportunidad. Me repetía a mí misma: «Puede que no haya perdido nada, tal vez ese hombre ni siquiera podía ayudarme. O, tal vez, ¿no he perdido nada porque lo tengo todo en mis manos? ¿La respuesta del cielo a mis preguntas está en esta receta que tengo en mi mano derecha y en el libro que sostengo en mi mano izquierda?».
Me fui a casa y comencé a preparar lo que resultó ser el primer «alimento beneficioso» para mi bebé: leche de arroz integral biológico. Cuando le di el primer plato le pedí a Rosanna Vitola (una querida amiga) que estuviera presente por si teníamos que correr al hospital, por la sempiterna reacción alérgica grave que sufría la niña por lo general después de la introducción de cada nuevo alimento.
No tuvo absolutamente ninguna reacción, ni grande ni pequeña: mi hija se había alimentado, por primera vez, con una verdadera comida, un alimento producido por la madre naturaleza y no un frío hidrolizado... ¡Y no había reaccionado mal!
Me llené de esperanza, aunque, sin embargo, mantuve el recelo durante unos días, un poco por temor a algún tipo de reacción retardada, un poco para conjurar la mala suerte. Parece trivial alegrarse por una mísera comida ingerida por la propia criatura, y a muchos le parecerá exagerada y absurda tanta felicidad, pero para mí fue un verdadero milagro, algo increíble. Su cuerpo fue finalmente capaz de metabolizar, digerir y asimilar una comida de verdad, no un alimento «elaborado» en el laboratorio. Era el 1 de mayo de 1989 y nunca lo olvidaré.
A partir de ese día comenzó mi larga historia en la cocina, y comencé a vivir de nuevo, y desde ese momento una multitud de ángeles se ha mudado a mi casa para ayudarme y animarme: empiezan en cuanto me despierto y me tapan con las mantas en cuanto me duermo.
Un año y medio más tarde, el maestro Muramoto volvió a Salerno, y con gran alegría le llevé a la pequeña para que pudiera ver las mejoras por sí mismo. El sabio japonés se emocionó y se alegró de ver al bebé. La miraba sonriendo y la acariciaba con dulzura. De pronto se quedó pensativo y, volviéndose hacia el intérprete, pronunció un breve discurso. El intérprete nos tradujo sus pensamientos: «Busca una cabra sana, que, tal vez, no haya sido vacunada, que no tome medicamentos y que solo se alimente de hierba, y tráele al maestro un poco de su leche, si estás de acuerdo tratará de darle a la pequeña una pequeñísima cantidad».
Así lo hicimos, encontramos la cabra, tomamos la leche y se la llevamos a Muramoto.
El maestro la hirvió un poco y le dio una cucharadita a la niña.
Nos despedimos y dejamos una pequeña suma de dinero.
Por la noche la pequeña se puso a 40 fiebre, pero a la mañana siguiente estaba en perfecto estado de salud, y lo que más me sorprendió fue que no tenía dolores gastrointestinales.
Llamé al maestro para explicarle el incidente. Él me dijo que fuera a verlo. Al llegar, Muramoto me entregó un sobre y me aconsejó que lo abriera solo cuando llegara a casa, y luego me dijo que no intentara introducir la leche en la alimentación de la pequeña, y que, en cambio, le administrara aceite de hígado de bacalao dos veces por semana. Se disculpó varias veces por causarle molestias a mi hija y con gestos muy «orientales» hizo varias inclinaciones obsequiosas.
Inmediatamente compré el aceite que me había aconsejado. Cuando llegué a casa, con mucho miedo, le di el aceite a mi hija, sabiendo que no era agradable y que muchos niños lo odian. Con gran asombro vi que no sólo lo aceptaba, sino que incluso tuve que esconder la botella, porque una y otra vez trataba de beber.
De repente me acordé del sobre que me dio el maestro y corrí a abrirlo.
Nunca podría nadie adivinar lo que encontré dentro; en aquel momento mi asombro llegó a cotas inusitadas: había una frase escrita en inglés en un papel, que decía «Lo siento», junto al dinero que le habíamos dado unos días antes.
Cuando pregunté las razones de aquello me dijeron que en Oriente sólo se le paga al médico cuando el paciente mejora, de lo contrario, es el médico el que paga al paciente.
(Dos años más tarde mi hija era capaz de tomar, de vez en cuando y sin tener problemas, un poco de queso de leche de cabra y queso fresco biológico de cabra y de oveja. ¡Muramoto se había adelantado al tiempo!)
Con los años he desarrollado una discreta habilidad que me ha permitido hacer crecer a mi hija, que, con el tiempo, ha superado casi todos sus problemas. Los ingredientes esenciales para el logro de este objetivo son tan antiguos como el mundo: la atención, la dedicación, la perseverancia, la buena voluntad y mucho amor. Este camino brillante (que en ocasiones se presentó muy complejo), me ha dado mucho: una hermosa hija, sana, alegre, dulce, interesada por la vida, que participa en el estudio, en los deportes, en la música, simpática y buena con los amigos. Y lo que más me
maravilla, es que, si bien ahora puede finalmente elegir, opta por la naturaleza, es decir, por una alimentación sana y natural del tipo macrobiótico.
No puedo decir que ha sido fácil llegar al nivel actual de conocimiento y conciencia acerca de este «arte» en particular, ni que haya sido del todo casual el encuentro, hace trece años, con la «guía» correcta.
En cambio, es oportuno afirmar que «quien busca encuentra», y que «quien camina halla». Una serie de «coincidencias» me puso en contacto con los principales expertos en alimentación natural y macrobiótica, lo que dio profundidad a mi fuerte deseo de aprender y de hacerlo con rapidez. Desde entonces, las policlínicas y los hospitales ya no han tenido a mi pequeña de paciente, a excepción de alguna dislocación accidental.
Nuestros únicos referentes en medicina han sido los homeópatas y los homotoxicólogos. Durante trece años, mi hija no toma medicamentos químicos alopáticos. Gracias a Dios, las pocas y leves enfermedades que ha tenido se han curado siempre con las «bolitas y las gotas homeopáticas», pero sobre todo con la alimentación.
Hoy me muevo en la cocina con cierta competencia, gracias a muchas lecturas extraordinarias, a una clase de cocina específica organizada por Gianni Canora y, sobre todo, a los encuentros antes mencionados. Cada una de las personas que he tenido la suerte de conocer ha sumado a mi previa pobreza de conocimiento cada vez mayores riquezas. Si el encuentro con Muramoto fue «esencial y determinante», el que tuve con Ferro Ledvinka fue decisivo para introducirme en la cocina natural macrobiótica y descubrir más a fondo sus principios.
También doy las gracias a Carlo Guglielmo, con el que me encontré hace años en Perugia, y que a menudo he tenido ocasión de consultar por teléfono: me enseñó a equilibrar el yin (energía expansiva) y el yang (energía contractiva).
Un día, mientras le explicaba por teléfono los alimentos que solía darle a mi hija, se echó a reír a carcajadas. Nerviosa, esperé a que terminara de reírse para tratar de comprender las razones. Finalmente empezó a decir, «Yo, si fuera tu hija, desvalijaría una panadería». Me hizo comprender con rapidez que le daba de comer demasiado yang, y que, por tanto, eran necesarios unos alimentos más yin, es decir, en ese caso, más dulces. Claro que cometí muchos errores, pero era bonito el hecho de que «supiera muy bien lo que no sabía» y, por tanto, buscaba continuamente a quien pudiera enseñarme a hacerlo mejor, y me alegraba tanto cuando alguien me enseñaba una manera, un principio, para mejorar, que sentía que «crecía»
cada vez que podía «encontrar» más alimentos nuevos para mis hijas, más buenos, más equilibrados y, por tanto, más saludables.
En este sentido, recuerdo cuando Gianni Canora, durante el curso de cocina, nos enseñó a hacer las «bolitas de palomitas de maíz». Me fui a casa tan contenta y emocionada que me costó conciliar el sueño. Al día siguiente preparé ese manjar debidamente decorado y llamé a mis dos hijas para que degustaran ese hermoso y original aperitivo. La mayor me dijo: «Mamá, ¿estás segura de que mi hermana puede comer esto?». En cuanto dije que sí las vi lanzarse al ataque contra las bolitas de palomitas de maíz, que devoraron con gran entusiasmo. Una dieta estricta y atípica, que en mi caso no era una elección, pone a prueba (lo he experimentado) las relaciones con las personas que no tienen experiencia en este campo. Todos los que por alergias, intolerancias o dietas estrictas u otras razones de salud deben estar sujetos a normas específicas de alimentación son muy conscientes de lo desagradable que es hacer frente a la soledad que a veces los acompaña.
Hay muchos factores que entran en juego que pueden frustrar a aquellos que tienen que ajustarse a la dieta. Se sienten marginados incluso cuando los otros «fingen que no pasa nada»; oprimidos por los discursos de los «sabios de turno» que insisten en definir la dieta como una «fijación estúpida»; y por citar la sátira de Guglielmo Giannini, «¡De vez en cuando despunta un tonto!; más a menudo, especialmente cuando los alimentos son desconocidos, son considerados incluso como especímenes de extrañas sectas.
Quien te acepta por lo que eres en la mesa, con facilidad y sin compromiso, es, sin duda, una persona de inteligencia viva, sensibilidad, receptividad y atención, que te ama con toda su alma. Los pocos que permanezcan próximos, entonces, serán los mejores.
Y para que los «intolerantes» puedan participar con alegría y sin anhelar la golosina de «los otros», he dedicado mucho tiempo a la preparación de dulces, aperitivos, helados, etc., que podrían ser similares a los que, por lo general, se elaboran para las diversas fiestas: delicias que, por supuesto, no contienen los ingredientes que hay que evitar.

***

INDICE

Agradecimientos      9
Prefacio      11
CAPÍTULO 1
ALERGIAS E INTOLERANCIAS ALIMENTARIAS
1.1. Una experiencia casual      15
1.2. La celiaquía      27
1.3. La permeabilidad intestinal en el centro de nuestro
universo bioquímico      33
1.4. De la permeabilidad intestinal a la celiaquía: clasificación
de las enfermedades      35
1.5. En Medicina, por fin 1+1 también es igual a 2      43
1.6. La revolución «copernicana»      47
1.7. Recobrar la salud mediante la eliminación del gluten
y de la lactosa-caseína      51
1.8. Una manera saludable de alimentarse      54
CAPÍTULO 2
UNA GUÍA PARA UNA ALIMENTACIÓN SANA
2.1. Orientación para una alimentación sana      61
2.2. Acidez y alcalinidad de los alimentos      68
2.3. Los alimentos: la diferencia existe, nosotros no la vemos...
pero nuestro organismo... ¡sí!      71
2.4. Las levaduras químicas sin gluten      83
2.5. La alimentación macrobiótica diaria      84
Una semana «macrobiótica»     86
2.6. Los métodos de cocción      89
2.7. Técnicas de cocina      91
2.8. Los utensilios      94
Tabla de Muramoto      98
Tabla de Muramoto modificada para una vida sana para los que tienen intolerancia al gluten, a la leche
de vaca y otros      100
Tabla de Muramoto modificada para una vida sana para celíacos, referencias alimentarias para los intolerantes a la lactosa y a la caseína bovina, azúcar refinado, cerdo
y más     102
Tabla de composición de alimentos      106
Tabla de lectura de siglas e ingredientes      127
Tabla de medidas      129
CAPÍTULO 3
LAS RECETAS
3.1. Los desayunos      131
3.2. Las ensaladas      152
3.3. Aperitivos y acompañamientos      163
3.4. Alimentos especiales      196
3.5. Las sopas      220
3.6. Las pizzas de pan y sin gluten      241
3.7. Los cereales integrales en grano     266
3.8. Primeros platos      318
3.9. Algas      356
3.10. Proteínas      375
3.11. La cesta para pasar un día fuera de casa     439
3.12. Dulces y aperitivos      448
3.13. Helados      528
3.14. Conservas      543
3.15. Confituras      550
3.16. Bebidas     563
3.17. Remedios naturales     576
Conclusión      583
Glosario      585
FICHAS INFORMATIVAS
Parte 1. Información para celíacos      593
Parte 2. Información para una cocina saludable      605
Parte 3. Agresiones ambientales y químicas     617
Parte 4. Métodos naturales para mejorar la salud      636
Anexo. El sistema gastrointestinal y su relación
con todo el organismo     673
Referencias      707
Direcciones útiles      711

Obelisco
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