La masa madre, de Sarah Owens. Editorial Sirio

La masa madre

Referencia: 9788417030438
32,95 €
Impuestos incluidos

Recetas de pan rustico fermentado, dulces, aperitivos y más…

108 recetas ilustradas en color, paso a paso, para elaborar pan rús­tico fermentado, pizzas, empanadas, dulces, aperitivos...

La masa madre es un sustituto natural a la levadura química. Es más saludable y tiene propiedades probióticas

Cantidad
- Envío en 24 - 48 horas

El principal motivo para elegir un pan elaborado con masa madre es, indudablemente, su extraordinario sabor. Los ingredientes naturales y el respeto por los tiempos de fermentación artesanal le devuelven su auténtico sabor. Sin embargo, no todos los beneficios se quedan en el paladar, las propiedades nutricionales de la masa madre son innumerables y sorprendentes. Además de maestra panadera, Sarah Owens es botánica y jardinera, por lo que adorna sus recetas con notas sobre la historia natural de los ingredientes y las sazona con encantadoras anécdotas de jardinería. Es este un recetario muy especial que contagia entusiasmo, no solo por la cocina, sino también por un estilo de vida artesanal y auténtico al que muchos quisiéramos regresar. La autora nos enseña a conservar un cultivo de masa madre, mostrándonos desde el primer paso lo sencillo que puede ser, y no solo eso, también nos regala sus más deliciosas y personales recetas.

La autora

Sarah Owens

es maestra panadera, botánica y jardinera. Es licenciada en arte y especializada en cerámi­ca por la Universidad de Bellarmine en Louisville (Kentucky). Debido a la intolerancia alimentaria severa que padeció dejó de elaborar productos de bollería convencional y buscó una alternativa saludable. Regenta la pa­nadería artesana BK17 Bakery de Nueva York

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 9
PRIMERA PARTE: LA MASA MADRE 17
1. Notas de cocina 19
2. Surtiendo la despensa 45
3. Fundamentos de la masa madre 63
SEGUNDA PARTE: LAS RECETAS 73
4. La cosecha de otoño 75 - Recetas para el regreso de las noches frías, en la estación de la generosidad y el desapego
5. El letargo invernal 141 - Recetas para calentar el hogar, nutrir el cuerpo y entregarse a la reflexión
6. Primavera, el renacimiento 191 - Recetas para celebrar el renacimiento, el despertar de los sentidos y el regreso del verde
7. Verano, la adoración al sol 247 - Recetas para la abundancia, la fruición y los largos días de sol

RECURSOS (EN INGLÉS) 301
LECTURAS COMPLEMENTARIAS 303
ACERCA DE LA FOTÓGRAFA Y LA AUTORA 305
AGRADECIMIENTOS 307
ÍNDICE TEMÁTICO 309

INTRODUCCIÓN

Mediados de julio, es un atardecer sofocan­te en una pequeña cocina de Brooklyn en la que se arremolinan bocanadas de aire calien­te. Me paso un cubito de hielo por la frente y luego lo dejo caer en mi bebida. Veintiuna barras de pan saldrán de mi minúsculo horno antes de que amanezca. Al quitar la tapa de hie­rro fundido de los hornos holandeses, llenos de masa, hago un esfuerzo concentrado para que el metal caliente no se me caiga sobre los dedos de los pies. Me veo de reojo en el espejo: to­davía tengo hojas en el cabello de haber estado trabajando en el campo, solo llevo un sujetador deportivo y unos pantalones cortos tipo boxer. Este es mi viernes por la noche en Nueva York. Así es mi vida de jardinera y panadera.
Me pregunto cómo y por qué comencé a dedicarme a esto: no hay ningún glamur en amasar humildemente la masa, sudando co­piosamente junto a un horno, o en cultivar la tierra. Como panadera, en apariencia propor­ciono barras de pan nutritivas y deliciosas a una comunidad que me apoya y que sabe apreciar la comida sana. Pero mi intención es alentarla a descubrir la profundidad de lo cotidiano. Si mis clientes responden con la más ligera curio­sidad por el proceso de cultivo de la masa ma­dre o empiezan a cuestionarse el origen de los cereales con los que se elabora su pan, esto me hace sentirme aún más contenta. Ser capaz de educar y al mismo tiempo de satisfacer el ham­bre visceral es lo que me da fuerzas y hace que valgan la pena las largas horas, el calor exaspe­rante y las escasas ganancias. Decir que trabajo por amor al arte se quedaría corto.
Como jardinera pública, gran parte de mi trabajo consiste en proporcionarles a los visi­tantes una experiencia parecida. En el contex­to del jardín se trata de experimentar la belleza y olvidarse del entorno, en ocasiones un tanto opresivo, de Nueva York. Si el visitante sale de él queriendo saber más sobre las rosas Heritage o el equilibrio entre los insectos beneficiosos y los perjudiciales, se convierte en algo más que
un trabajo. Esta combinación de jardinería y panadería me mantiene enraizada en mi comu­nidad en lo que de otra forma sería un entorno urbano fragmentado. No se trata de una rela­ción estática sino que intentamos desarrollar un diálogo. Cuando este se centra en algo que fácilmente podemos dar por sentado, empeza­mos a vivir la vida plenamente e inspiramos a los demás a hacer grandes cosas.
Mi amor por la vida, que me lleva a cultivar la tierra y a alimentar la masa madre, me viene de una infancia rica en actividades al aire libre. Lo normal en los domingos era oír la campana de la cena, seguida por una serie de bocinazos cada vez más impacientes de la camioneta Dod­ge Ram de 1977 aparcada junto a la puerta de la cocina. Tenía las manos cubiertas del lodo frío de un manantial cercano de donde sacábamos el agua y sentía bajo los pies descalzos la aspereza de los berros. Enseguida soltaba los cangrejos recién capturados que luchaban por un poco de espacio en la cuba y corría por los campos de Queen Anne de vuelta a la granja. El aroma de la comida del domingo flotaba en el aire hú­medo antes de que pusiera el pie en el dominio tiznado de carbón de mi abuela. Este era nues­tro ritual semanal organizado por la matriarca de la familia Owens, un festín de comida casera, cultivada por nosotros, en el que todos partici­paban, dejando a un lado sus preocupaciones.
Estas reuniones iban precedidas por una semana de trabajo en el huerto o en el cam­po y se abastecían con los humildes frutos es­tacionales de esa labor: por ejemplo, calabaza frita, acompañada de chuletas de los cerdos de nuestro vecino, salsa y galletas regadas con té dulce. En ocasiones, comíamos espaguetis con salsa aromática de tomates frescos del huerto y una barra caliente de pan elaborada con la masa madre de la abuela. Los fines de semana los so­líamos pasar sentados bajo los castaños, con el olor a lluvia que subía por el valle hasta alcanzar nuestro tejado de cinc —esta era la señal para echar una siesta propiciada por la pesadez de los hidratos de carbono—. Los ladridos de los pe­rros anunciaban que llegaba visita por el medio kilómetro de carretera llena de baches. Con un poco de suerte, mi padre y su escandaloso her­mano entretenían en el porche trasero a los in­vitados con bebidas y sesiones improvisadas de música mientras yo tallaba un trozo de madera que apoyaba en mi regazo. Jamás me aburrí de niña, y la televisión no me interesaba. A nadie le preocupaba ni le avergonzaba lo más míni­mo que tuviera los pies siempre manchados del barro rojo de las colinas del este de Tennessee.
Siempre teníamos cosas que hacer en esas cincuenta y seis hectáreas. Había que llevar a las cabras de un pasto a otro, cultivar el huerto, podar la vegetación junto a los vallados, prepa­rar las balas de heno... A los nietos nos anima­ban a explorar el bosque cuando no estábamos ayudando en las tareas domésticas, a levantar los tocones de los árboles para ver qué criaturas aparecían. Sabíamos que los vecinos nos vigila­ban, confiábamos en ellos y les correspondía­mos haciéndoles regalos o favores. Gozábamos de libertad para explorar la naturaleza y apren­der los valores éticos del esfuerzo y la comuni­dad en la vida rural.
Desde entonces he intentado recrear los fenómenos naturales que contemplé en esa ni­ñez maravillosa. La perfección, que las irregu­laridades del universo expresan sin esfuerzo,
ha sido el objetivo de incontables exploracio­nes personales y artísticas. Mi vida evolucionó al ofrecer el trabajo de mis manos, convirtién­dome en agente de la naturaleza y llevándome por último a investigar los campos de la gastro­nomía, el arte y la horticultura. Me esfuerzo en ser un vehículo de las fuerzas del aire, el agua, la tierra y el fuego para permitirles crear, a través de mí, lo extraordinario y lo corriente.
En mi labor como ceramista, esto se ma­nifestó en grandes expresiones de textura or­gánica y forma. Pasé horas estudiando humil­des vainas de semillas en un estudio situado en la ribera de un lago en el bosque de Bernhe­im, una de las arboledas más hermosas de Es­tados Unidos. Las líneas de dehiscencia* y los patrones divinos de la naturaleza se traducían en criaturas fantásticas de cerámica a las que no era posible encontrar una función. Lo más frecuente es que estas esculturas terminaran en el recibidor o en la mesa del salón de alguien y se convirtieran en el tema de conversación de la próxima reunión con los amigos que venían a tomar una copa a casa. Pero la posibilidad de disfrutar empleando un tiempo tan precioso en emular a la naturaleza me servía de acicate.
Finalmente, la carga de los préstamos es­tudiantiles y la realidad de la vida adulta me obligaron a tomar decisiones difíciles. Tras seis años como artista profesional, lo que antes me parecía un estilo de vida desfasado, con seguro médico, plan de jubilación y jornadas laborales con horas claramente definidas se había vuel­to de lo más tentador. ¿Seda posible conseguir
INTRODUCCIÓN
estos lujos sin sacrificar la pasión? Me planteé cómo podría cambiar mi perspectiva sin per­der autenticidad. Un artista del cristal que se quejaba de la desaparición de la artesanía en muchas disciplinas me preguntó si alguna vez había pensado en estudiar en profundidad lo que inspiraba mi trabajo: la naturaleza. Esta pregunta me abrió a todo un nuevo mundo de posibilidades, en concreto el arte y la ciencia de la jardinería. Ciertamente, podría combi­nar mi amor por la naturaleza con las labores propias de la jardinería y encontrar un trabajo de verdad, a ser posible en un jardín botánico de una ciudad más grande. Me centré en este plan, y a los seis meses estaba recogiendo las cosas que tenía en mi estudio y abandonando con lágrimas en los ojos el solaz del bosque para sustituirlo por las calles de cemento armado de Nueva York y asistir a un programa universita­rio de horticultura.
Tras veintisiete meses intensivos estudiando todo lo relacionado con las plantas en la Escuela de Horticultura Profesional del Jardín Botánico de Nueva York, acepté el puesto de encargada de las rosas del Jardín Botánico de Brooklyn (BBG, por sus siglas en inglés), un puesto importante en la comunidad y que requería mucho trabajo. Los primeros días de enero los pasé controlando las rosas trepadoras del viejo jardín, amarrando las que sobresalían y limpiando la Colina de la Rosa, en la que tanta gente se reunía. Sin em­bargo, la necesidad más apremiante e inmediata era tratar una plaga poco conocida y fatal llama­da el virus de roseta rosa. Se había diagnosticado
varios años antes y estaba acabando con la vida de muchos de los especímenes más precia­dos de la Rosaleda de Cranford. Aparte de mis responsabilidades de conservación, se esperaba que evaluara y tratara este problema además de arreglar el jardín de la forma más bella posible, mostrando así su estado perfecto de salud. Era una tarea que me abrumaba.
Durante ese tiempo tuve que aprender a aceptar la enfermedad, tanto en las plantas como en los seres humanos. Durante muchos años había experimentado estrés digestivo, en forma de diferentes tipos de molestias. Pero en 2010 estos síntomas empeoraron y en un epi­sodio bastante extremo perdí casi once kilos y medio en dos semanas. Tras un año más de epi­sodios como este que aparecían y desaparecían, me sentí frustrada cuando los médicos me sugi­rieron que tomara fármacos innecesarios o que ¡trabajar con la tierra me hacía enfermar! Tomé el control de mi propia salud, para lo cual tuve que valorar con sinceridad las diferentes op­ciones de estilos de vida y adoptar un enfoque no convencional de la nutrición como elemen­to curativo. Lo que erróneamente había creído que era una alimentación saludable, combinado con un intestino irritable y el estrés de la vida ur­bana, se estaba cobrando un precio. Puede de­cirse que a la edad de treinta y tres años tuve que aprender a comer. No más alimentos «saluda­bles» sin gluten con aditivos artificiales, píldoras de azúcar que supuestamente eran suplementos o raciones gigantes de comida procesada fácil de tomar sobre la marcha. Pero sin duda la me­dida que tuvo un mayor impacto positivo en mi salud digestiva fue introducir la masa madre en mi alimentación.
Convertir un jardín de rosas enfermo, de­pendiente hasta entonces de sustancias quí­micas, en un oasis natural de insectos y fuerza floral ha sido un ejercicio simbólico para hacer lo propio con mi cuerpo. Este despertar, que me permitió aceptar los mecanismos de la fer­mentación y las comunidades microbianas, de­jar de tomar alimentos procesados y de usar fer­tilizantes químicos, echar mano de la paciencia cuando fuera necesario, aprender a dejar estar las cosas y a respirar, resultó beneficioso tanto en la cocina como en el jardín. Empecé a dis­frutar alimentos que no había logrado digerir durante años. Ahora, en lugar de provocarme ansiedad, el pan era una experiencia agradable. Hornear con masa madre se convirtió en una expresión catártica de estos progresos y les per­mitió a mis manos transformarse en una guía meditativa de la masa. Al mismo tiempo, con la ayuda de un equipo de especialistas en jardine­ría, las rosas florecían en una explosión de co­lor. La unión de estas disciplinas abrió una sen­da que ha terminado en un círculo completo y me ha aportado una inspiración infinita.
Pronto mi obsesión dio lugar a copiosas cantidades de pan y otros productos, demasia­do para una chica que vivía sola. ¡Era adicta a algo sano y quería compartirlo! Contagiados de entusiasmo por mi nueva manía, mis amigos y otros jardineros empezaron a regalarme gran­des cantidades de productos frescos para ela­borar mis recetas. Ingredientes de mi jardín, como las hierbas, empezaron a colarse también en mi repertorio. Al poco tiempo, los amigos y compañeros de trabajo comenzaron a hacerme encargos para ocasiones especiales y para com­partir con sus familias.
No he sido capaz de elegir entre estas dos profesiones; sus ritmos estacionales son casi in­separables y se apoyan mutuamente. Este libro es una expresión más de los vínculos instintivos con la naturaleza desarrollados al crecer en un entorno rural para cultivarme como ceramista y posteriormente como jardinera. He aprendi­do a expresar más estas tendencias a través de mi amor por los alimentos no procesados, los cereales de calidad y la gente que quiere com­partirlos. Solo ha sido cuestión de organizarme con coherencia.
La panadería BK17, mi pequeño nego­cio basado en un sistema de suscripción, nació como un esfuerzo para abastecer a mis clientes de forma sistemática de un buen pan elabora­do con ingredientes locales. Elegí este modelo porque me permitía planificarme. Como co­nocía de antemano la cantidad de pan que iba a preparar, podía comprar la harina más fresca de los mejores proveedores y, de este modo, lo­grar que el pan tuviera un sabor increíblemen­te vivo. Además, cultivaba una relación con mi comunidad que nunca había tenido antes. En una ciudad en la que puedes vivir durante años en el mismo edificio con cientos de personas sin ni siquiera cruzarte nunca con ellas, de re­pente me tropezaba con suscriptores en la calle o en la tienda de la esquina. Veía a niños mor­disqueando mis barras de pan crujiente. Mi in­testino y mi estómago se curaban, y mi cora­zón, cada vez más optimista, se sentía lleno a rebosar. Era una corriente circular de retroa­limentación positiva que seguía fluyendo, cada vez a mayor alcance. Pronto los clientes, entre los que se incluían restaurantes y tiendas, em­pezaron a pedir más pan del que me daba tiem­po a elaborar.
Las páginas siguientes son el resultado de este periplo, de mi necesidad de satisfacer to­dos esos estómagos hambrientos y todas esas almas anhelantes que solo desea proporcionar alimentos frescos, sanos y de calidad a sus ami­gos y familia. Quizá no pueda hornear una ba­rra de pan para cada uno, pero puedo ofrecer­les las recetas y las técnicas básicas para que lo hagan por sí mismos.

 

Sirio
9788417030438

Ficha técnica

Autor/es:
Sarah Owens
Editorial
Sirio
Traducción
Antonio Luis Gómez Molero
Formato
25,4 x 20,3 cm
Páginas
312
Encuadernación
Rústica con solapas (tapa blanda)
Fotografías
Color
Nuevo
Related Products ( 16 other products in the same category )

Nuevo registro de cuenta

¿Ya tienes una cuenta?
Inicia sesión o Restablece la contraseña