Libro La Enfermedad Como Simbolo, de Rudiger Dahlke. Ed. robin Book

La Enfermedad Como Simbolo

Referencia: 9788499172415
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Manual de los síntomas psicosomáticos, su simbolismo, su interpretación y su tratamiento

Un completo diccionario de los síntomas psicosomáticos, su simbolismo, su interpretación y su tratamiento

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Complemento ideal a "El mensaje curativo del alma", este libro sistematiza alfabéticamente todos los conocimientos necesarios para entender y descifrar los mensajes y causas que se hallan tras cada trastorno.

Con la colaboración de Margit Dahlke,
Christine Stecher, Robert Hássl y Volker Zahn
Traducción de José Tola

Ruediger Dahlke concibe la enfermedad como un proceso lleno de sentido, como una vía del alma para trasladar a la conciencia los conflictos psíquicos no resueltos. Para ello es necesario conocer la interpretación simbólica de los síntomas de las enfermedades, es decir, descifrar el mensaje de la enfermedad. Este manual, que incluye unos 400 cuadros patológicos con más de 1.000 síntomas, brinda apoyo tanto al terapeuta como al lector que realiza un tratamiento médico o de autoayuda, y permite al usuario plantearse, bajo su propia responsabilidad, las tareas convenientes que le indica la enfermedad. De este modo es posible:
*    Saber con qué áreas de nuestra conciencia se relacionan las diferentes regiones y órganos del cuerpo (vesícula, próstata, ovarios, columna vertebral, etc.)
*    Conocer el significado asociado a los problemas que afectan a cada órgano o parte concreta del cuerpo.
* Encontrar una terapia o vía de solución adecuada, tanto en el plano físico como psíquico, para cada trastorno o dolencia.
*    Conocer los significados últimos de todas las enfermedades y tras-tornos: desde la esclerosis múltiple, el cáncer, el alzheimer, el sida o el estrés hasta una simple migraña.
Como complemento ideal a El mensaje curativo del alma, este libro sistematiza alfabéticamente todos los conocimientos necesarios para entender y descifrar los mensajes y causas que se hallan tras cada trastorno.
El doctor Ruediger Dahlke nació en 1951, cursó estudios de medicina y siguió formándose en naturopatía, psicoterapia y homeopatía. Como autor, conferenciante y organizador de seminarios, se cuenta entre las personalidades más destacadas del movimiento de la salud y de la medicina psicosomática. Es autor de los bestsellers La enfermedad como camino y El mensaje curativo del alma
La enfermedad puede entenderse, y también tratarse, como un suceso que tiene «sentido». Con ello, la persona afectada da un paso hacia la maduración, la liberación y la auténtica curación.
Tras el éxito alcanzado por El mensaje curativo del alma (Ediciones Robinbook), en esta nueva y ambiciosa obra, Ruediger Dahlke nos introduce en una comprensión nueva y constructiva de la enfermedad. Las diferentes enfermedades tienen significados simbólicos que remiten a conflictos psíquicos no resueltos, y es precisamente su comprensión lo que da las claves para su tratamiento y su solución.
El autor se ocupa también de descifrar el mensaje de la enfermedad, la «interpretación de su significado», así como de plasmar en el día a día los necesarios pasos de desarrollo («adaptación»). Como «res-puesta» o feedback de este proceso de comprensión y crecimiento, el paciente experimenta un proceso de autopercepción que lleva asociado una nueva calidad interior y una personalidad más madura.
Presentado en forma de diccionario de fácil consulta. este manual de orientación práctica incluye todos los cuadros patológicos más corrientes. En la primera parte del libro. que se ha estructurado de modo lexiccográfico. se presentan las tres regiones del cuerpo y los órganos en su interpretación simbólica respecto a la persona sana. La segunda parte contiene el índice de síntomas de las enfermedades, que se interpretarán en relación con el significado de los órganos. Finalmente, en el contexto sensorial de los síntomas se mostrarán los caminos interiores y exteriores para poder deshacerse de la enfermedad.
• Cuándo conviene recurrir a los remedios homeopáticos, a la meditación, al Tai Chi o a la medicina alopática.
•    Qué situaciones ambientales concretas nos pueden haber afectado en cada tras-torno.
•    Qué ideas obsesivas se esconden detrás de las enfermedades.
Si la enfermedad es un camino que recorremos, conocer ese trayecto y sus bifurcaciones es nuestra mayor garantía para la salud física, mental y emocional.

Introducción

La mejor medicina para el hombre es el hombre. El grado supremo de la medicina es el amor.
Paracelso
La idea de utilizar cuadros patológicos como oportunidades de crecimiento en el camino del desarrollo es ancestral, y su esencia puede encontrarse ya en los escritos sagrados de diferentes pueblos. En nuestra época, la decadencia de la religión y el camino triunfal emprendido por la medicina científica la habían dejado a un lado, y en parte relegada al olvido. Sin embargo, este principio ha experimentado un nuevo impulso con la publicación por primera vez, en el año 1983, de La enfermedad como camino. Ampliado, y más elaborado, comienza incluso a admitirse en las consultas de los representantes de la medicina académica. En el círculo de los terapeutas de orientación naturista y psicológica gozaba ya de aceptación desde mucho antes. Pero este arte antiguo y redescubierto de la interpretación de las enfermedades no lo han implantado, tal y como cabía esperar en un principio, los terapeutas profesionales, sino los mismos afectados. Los pacientes llevaron el método a sus terapeutas, la mayoría de los cuales al comienzo se mostraron reacios a seguir un camino tan sencillo y obvio aunque hacía mucho que existían ya pruebas de la importancia de la interpretación de la enfermedad. Como puso de relieve Viktor Frankl: «El "deseo de sentido" es innato a la vida. Cuando se consigue interpretar el sentido, se vence mejor la enfermedad».
Al nivel corporal cualquiera puede señalar dónde está el problema, poniendo como mínimo el dedo en el lugar dónde le aprieta el zapato o le tortura el dolor. Al nivel de la transferencia se trata igualmente de poner el dedo en la herida (inmaterial) y de plantear la pregunta correcta. De haber hecho esto, Anfortas, el rey del Santo Grial, se habría liberado de su dolor. La pregunta en la sombra que se materializa en cada herida y cada cuadro patológico es «¿Qué te pasa, amigo?». El cuerpo es el escenario de los sucesos anímicos, inconscientes, o como lo ex-presa de forma negativa el escritor Peter Altenberg: «La enfermedad es el grito de un alma ofendida». En consecuencia, se trata de descubrir qué ofende al alma y para ello el cuerpo da las indicaciones necesarias. Éste puede convertirse en el escenario donde se representen nuestras tareas para el crecimiento y el aprendizaje. La forma de expresión del cuerpo es el lenguaje de los símbolos, tal como nos los encontramos en todas las tradiciones religiosas y mitos, en las imágenes de los cuentos, las leyendas, y, naturalmente, también en las formas de expresión sencillas y, a menudo, tan directas del lenguaje coloquial. A partir de esta expresión oculta de la enfermedad se puede interpretar el sentido de lo que ha ocurrido para después, a través de una elaboración con más sentido del problema, dar el paso hacia su solución.
El lenguaje corporal, del que el lenguaje de los síntomas sólo representa una forma derivada, aunque importante, es el más hablado del mundo. Todos los se-res humanos lo hablan, aunque no siempre sean conscientes de este hecho y muchos ya ni comprendan su propio lenguaje corporal. A pesar de ello la mayoría, incluso el hombre moderno, todavía lleva latente dentro de sí el conocimiento de este lenguaje, de modo que lo pueden reavivar con sorprendente rapidez. Parece pertenecer a ese grande e inabarcable tesoro de conocimientos que yace adormecido en nosotros y que sólo espera a ser redescubierto.
A través del comportamiento del lenguaje corporal volvemos a tener acceso a nuestras raíces, tanto en la cultura como en nuestro entorno humano. Vivimos lo variada que es la forma de expresión del cuerpo y regresamos a aquel estado original de desorientación lingüística babilónica, cuando a todos los hombres les bastaba con una misma y única lengua. Cuando caen lágrimas carece de importancia el color de la piel sobre la que se deslizan. Según el contexto las interpretamos correctamente de manera espontánea como lágrimas de alegría, de tristeza o de dolor. Y esto con independencia de que sigan su camino sobre una piel negra, blanca, roja o amarilla. Cuanto más arcaico el hombre, tanto más primitiva es su forma de expresión. De este modo podemos aprender de los viejos tiempos y damos cuenta que todavía llevamos en nosotros las experiencias de aquella época.
Basándose en las interpretaciones de la enfermedad dadas en La enfermedad como camino, El mensaje curativo del alma, Freuen-Heilkunde (Ginecología) y Lebenskrisen als Entwicklungschancen (Crisis vitales como posibilidades de desarrollo) al igual que en los libros dedicados a temas especiales como Herz(ens)-Probleme (Problemas cardiacos), Verdauungsprobleme (Problemas digestivos), Gewichtsprobleme (Problemas de peso) y Die Psychologie des blauen Dunste (La
psicología de las apariencias), de lo que se trata por vez primera en esta obra es de abarcar el conjunto de los cuadros patológicos con un deseo de integridad global. Después de dieciocho años de trabajo basado en las interpretaciones, pare-cía llegado el momento de rellenar los huecos. Se interpretan así en total más de cuatrocientos cuadros patológicos con sus síntomas particulares, permitiendo a los lectores un acceso fácil y rápido a la simbología correspondiente de cada uno de esos cuadros.
En La enfermedad como camino opté por el procedimiento de clasificación de los órganos de la medicina académica agrupando, por ejemplo, todas las enfermedades de riñón y de hígado. Diez años más tarde elegí en su continuación, El mensaje curativo del alma, el esquema de cabeza-pies para permitir una mejor relación con el entorno de cada uno de los cuadros patológicos. En esta obra una simple ordenación alfabética permite lograr una orientación rápida y segura. Todos los sistemas de clasificación tienen sus ventajas e inconvenientes, y la mejor manera de prevenirse al emplearlos es tener un buen conocimiento de ellos, sobre todo de sus inconvenientes. La clasificación por órganos nos empuja hacia maneras de ver muy limitadas, que resultan lesivas para el punto de vista del con-junto. Tal es el caso, por ejemplo, del ya conocido «riñón de la habitación 12», que emplea la medicina convencional. A pesar de que el esquema de cabeza-pies remedia este problema, no es lo suficientemente claro para una buena orientación, ya que muchos cuadros patológicos no pueden clasificarse con total certeza. Las enfermedades nerviosas o hemáticas son un buen ejemplo de lo anterior. La organización alfabética ofrece, en cambio, una lectura más rápida y una orientación más segura, a pesar de que se ignoren totalmente las relaciones entre significa-dos y funciones.
Teniendo en cuenta este inconveniente, el mejor camino para la interpretación de los cuadros patológicos es enlazar distintos niveles según el siguiente es-quema: ante todo se busca en la primera parte del libro una interpretación de la región afectada —en una inflamación de las amígdalas, el cuello— e informarse allí sobre el significado simbólico del entorno del problema. El segundo paso nos lleva —de nuevo en la primera parte del libro— al órgano afectado, a su simbología y función, y, por tanto, en nuestro ejemplo, a las amígdalas. Con ello llegamos a un nivel superior, en el que se refleja el problema: al sistema inmunológico. El tercer paso conduce a la segunda y principal parte del libro: al problema de fondo y a su interpretación, en nuestro ejemplo, a la inflamación y su simbología. Después, y como último paso, se recomienda consultar en «Amigdalitis».
En la segunda parte del libro, el listado de síntomas, se ofrecen consejos sobre las posibilidades de tratamiento y de solución relativas a cada problema, ya sea general o específico. En nuestro ejemplo se ofrecen ideas para tratar, en sus aspectos más generales, la problemática de las inflamaciones y para enfrentarse
a éstas en su sentido más profundo. Sólo entonces adquiere sentido dar el paso hacia el problema específico (la inflamación de las amígdalas). Cuanto más tentador pueda parecer lanzarse enseguida a resolver el problema, tanto menos recomendable resulta hacerlo. Sólo sobre la base de los cuatro pasos anteriores es posible apreciar el tema en toda su profundidad. Además, el camino que va de lo general a lo específico corresponde a un arquetipo que ya ha demostrado su valía.
Aparte de esto, muchas veces son de gran ayuda las referencias cruzadas con cuadros patológicos relacionados, o de contenido similar (incluso, por ejemplo, aquellos que expresan exactamente lo contrario), de modo que al final de la interpretación se obtenga una imagen global de la sintomatología correspondiente. Esta manera de proceder se explica, a modo de ejemplo, en El mensaje curativo del alma. Siempre que en alguna de las ocho obras citadas anteriormente haya una explicación detallada del cuadro patológico que se está analizando, se remite a ella a través del apartado de Bibliografía para poder profundizar en el tema. Se recomienda, de todos modos, que uno mismo busque primero con ayuda del manual antes de recurrir a las interpretaciones ya existentes, dado que la propia apreciación individual es de suma importancia. Lo mismo rige para las indicaciones que se ofrecen en los casetes. Naturalmente, el aprendizaje de memoria de interpretaciones ajenas aporta poco comparado con los propios intentos de interpretación. El esfuerzo personal y las soluciones que uno encuentra por sí mismo, aun-que no sean del todo correctas, son a menudo mejores que las opiniones ajenas. Además, en un paso posterior es posible completar perfectamente los propios pensamientos con las interpretaciones ya existentes.
Las alusiones a los principios elementales pueden ser también de gran ayuda, sobre todo con respecto a la realización y la resolución. Éstos aparecen indica-dos tanto en las regiones corporales y en los órganos como en los cuadros pato-lógicos y los síntomas, de modo que junto al problema específico se pone de relieve también el entorno arquetípico. Incluso con conocimientos mínimos de este sistema de arquetipos, trabajando con las obras de consulta se puede lograr una comprensión más profunda del tema. Ante indicaciones poco claras a veces se han añadido, tras los principios elementales, términos explicativos entre paréntesis. Primero se indica el principio elemental de la región afectada, es decir, del nivel en el que se desarrolla el suceso, y después, unido con un guión, el principio elemental de los síntomas. A menudo se trata también de mezclas de los principios elementales correspondientes, indicándose entonces mediante una barra. Una introducción al manejo de los principios elementales que se manifiestan en los cuadros patológicos puede encontrarse en el capítulo correspondiente de El mensaje curativo del alma (páginas 54-59), y un tratamiento general de esos principios en el libro Das senkrechte Weltbild (La imagen vertical del mundo).
El sistema de interrelación entre los distintos niveles y los principios elementales mantiene dentro de límites razonables el peligro que encierra una transcripción en recetas de los síntomas y las interpretaciones (atajos que pasan por alto lo esencial y equiparaciones demasiado simples). Mediante una jerarquización de los distintos niveles, se deja entrever mejor la relación con el conjunto del organismo al que todo cuadro patológico está ligado. En cualquier caso es toda la persona la que está enferma y tiene que ser tratada como tal; la alternativa sería una interpretación, y una curación, inadecuada de los síntomas. A través de la jerarquización se halla el centro y el punto angular del problema, sin omitir el conjunto. A pesar de que la palabra «jerarquía» apenas goce hoy de apreciaciones positivas (traducido literalmente significa «mandato de lo sagrado»), puede seguir siéndonos de ayuda, ya que nuestro objetivo es encontrar el punto crucial en el que el paciente en cuestión se haya bloqueado.
A quien los árboles no le dejan ver el bosque, nunca comprenderá la enfermedad. En última instancia ésta también incluye las relaciones con el entorno e incluso el nivel social. La enfermedad se manifiesta en los temas familiares y comunitarios, en el ámbito del entorno laboral y de la vivienda, aunque aquí sólo podamos aludir de manera marginal a estos aspectos. Estas relaciones se tratan extensamente en el libro Der Mensch und die Welt sin eins (El hombre y el mundo son una unidad). Cuanto más amplio y variado sea el modelo, mejores y más concretos serán los consejos para la curación basados en él. Paracelso partía de que un médico debía reconocer por su entorno la enfermedad que sufría el paciente lo mismo que, a la inversa, debería deducir el entorno a partir del cuadro patológico. A un terapeuta que no entendiera nada de principios elementales (Paracelso usaba la palabra «astrología») le negaba, de forma incluso tajante, la aptitud para ser médico. Ahora vivimos en unos tiempos en que la comprensión de los arquetipos o de los principios elementales se da como excepción entre los médicos, aun-que para nuestra satisfacción hemos observado en nuestros seminarios de formación que existe de nuevo un aumento perceptible del interés hacia ellos.
En muchos casos pude comprobar que, al comprometerse los pacientes con sus cuadros patológicos y las correspondientes tareas de aprendizaje, también los médicos comenzaron a adoptar este punto de vista, sobre todo porque sus apreciaciones terapéuticas no se veían afectadas sino al contrario favorecidas. Básicamente la interpretación de los cuadros patológicos no busca debilitar el trabajo en común entre médico y paciente, sino reforzarla. Pacientes responsables de sí mismos facilitan el trabajo a los médicos. Cuanto más participen los pacientes pensando, sintiendo y colaborando, más efectiva será la terapia. En ese sentido, esta obra de consulta es un estímulo para que se profundice la relación entre terapeutas y pacientes, aunque con la finalidad de permitir que a largo plazo las personas tratadas encuentren su propio médico interior. Fomentar el desarrollo de éste
es la labor más noble del médico exterior. En tal sentido aprovechará también las posibilidades de la interpretación de los cuadros patológicos y las grandes oportunidades que ésta ofrece en el campo de la prevención.
La prevención se ha vuelto una palabra mágica en un tiempo que ya casi no puede permitirse su medicina de alta tecnología. Tanto más alarmante resulta entonces que, desde el ministro de sanidad hasta los médicos responsables, casi nadie sepa las consecuencias que tienen las políticas de prevención. En medio de este dilema, los médicos convencionales recurren a un engaño en las etiquetas, que a estas alturas ya está socialmente aceptado, y con desfachatez llaman prevención a las medidas de diagnóstico precoz. Desde luego, el diagnóstico precoz es incomparablemente mejor que el tardío, pero no tiene nada que ver con la prevención. La prevención exigiría que uno mismo se retirara a tiempo y voluntariamente de determinadas actitudes antes de que el destino se encargue de hacerlo solo. Sin embargo, para ello habría que saber para qué sirve retirarse, es decir, habría que conocer la esencia de la enfermedad o del cuadro patológico en cuestión. Pero en su lucha contra la enfermedad, que se refleja en una avalancha de «antimedios» (antibióticos, antihipertónicos, antihistamínicos etc.), inhibidores (de ácido, de ACE, etc.) y bloqueadores (beta), la medicina académica apenas conoce la esencia de los cuadros patológicos que hay que combatir y, en consecuencia, le resulta imposible prevenirlos. Sus defensores intentan disimular con acciones, a veces tremendas, este fracaso tan espectacular. Incluso las campañas de aniquilamiento contra los úteros llevadas a cabo en las últimas décadas, fueron vendidas como medidas preventivas contra el cáncer. De la misma manera se les podrían amputar las orejas a los ginecólogos que ofrecen unos argumentos tan lamentables en el contexto de una profilaxis, igualmente demencial, del cáncer de piel. De hecho, hoy, cuando todavía no han finalizado del todo las cruzadas contra los úteros, presenciamos cómo la medicina cae de nuevo en el ridículo. Tras descubrirse la relación entre el cáncer de mama y un gen específico, el miedo al cáncer hereditario ha crecido de manera enorme. En los Estados Unidos hay mujeres, portadoras de este gen, que ya se dejan amputar los pechos sanos por miedo. No obstante, en medio de todo este horror no debemos pasar por alto la indefensión que ambos lados manifiesta. Naturalmente, las mujeres cuyas madres o abuelas han muerto de cáncer de mama tienen toda la razón al sentir miedo de enfermar ellas también. Aprovechan al máximo las posibilidades de nuestra llamada profilaxis del cáncer y exigen a veces hasta diez mamografías al año. Al desarrollarse todo dentro del ámbito de esa profilaxis se sienten con ello médicamente seguras. Después de diez años, una de esas mujeres tendría tras sí un centenar de mamografías y con ello habría acrecentado notablemente su riesgo de contraer cáncer de mama. Aquí no se puede hablar de prevención, ya que se trata de una medida de reconocimiento precoz mal entendida. Pero lo que debe quedar claro
con este ejemplo es lo peligroso que puede llegar a ser en este campo el cambio de etiquetas.
Suponer que se reduce el riesgo amputando a tiempo es en sí mismo una lamentable idea de la medicina, que sobrevive gracias a que la prevención no funciona. Si se desarrollara de manera consecuente este pensamiento, tal como nos llega desde los Estados Unidos y amenaza con imponerse, todo acabaría con un cerebro metido en una solución nutritiva. Pero este cerebro tendrá pánico a desarrollar un tumor cerebral. Es evidente que el futuro de la medicina no puede radicar en esta macabra perspectiva.
Sobre la base de la interpretación de los cuadros patológicos conforme a la comprensión de los principios ancestrales es posible, sin lugar a dudas, conseguir una forma de prevención con sentido. En cuanto se ha entendido la esencia o el modelo del cáncer de mama, las afectadas pueden entregarse de buen grado a las tareas de asumir el reto y apartarse del peligroso modelo familiar. No se quiere dar con ello la impresión de que sea fácil, pero siempre es posible. Partiendo de la base de que la interpretación acierte, la idea de la prevención puede transferirse a cualquier situación de enfermedad, y entonces la medicina podría por fin cumplir con sus obligaciones más prioritarias.
La prevención es una idea presente en todos mis trabajos y, por lo tanto, también en este libro. En este último se encuentran también algunas interpretaciones que en una situación grave carecen de sentido, simplemente porque el paciente no es consciente. Se refieren al aspecto preventivo, que adquiere importancia cuando el paciente se ha recuperado del peligro inmediato. Después de superarse una enfermedad grave —da igual con qué medios— tendría que surgir de manera espontánea la pregunta... «¿Qué aprendo de esto y cómo puedo en un futuro encontrar otros niveles más sofisticados para mi aprendizaje?». También retrospectivamente tienen sentido las preguntas típicas de la interpretación de los cuadros patológicos: «¿Por qué precisamente a mí, precisamente esto, precisa-mente así, precisamente en este momento de mi vida? ¿A qué me obliga y qué me imposibilita el cuadro patológico?».
Del ejemplo referente al temor, fomentado por los descubrimientos genéticos, a contraer cáncer de mama se puede extraer otra lección más. Es característico de la medicina académica volver a negar todo componente anímico de un cuadro patológico en cuanto se ha encontrado un elemento de causa corporal. Esto puede deberse a que los médicos convencionales con enorme disgusto ceden algo a la «competencia de la psicosomática» y se alegran sobremanera cuando pueden recuperarlo de nuevo bajo su ámbito de influencia. Este modo de pensar según compartimentos de límites muy estrechos, resulta en gran medida contraproducente para la medicina. En un futuro tendremos cada vez más componentes genéticos en cualquier cuadro patológico, pero simplemente porque la genética avanza de
tal modo que pronto, tras el cambio de milenio, se habrá descifrado todo el genoma humano. Algo parecido pasará con la inmunología. Pero esto no puede convertirse en motivo para caer de nuevo en la parcialidad, como ya ha pasado con la úlcera de estómago, que últimamente se atribuye en la totalidad de los casos a la bacteria Heliobacter. Ya sólo el hecho de que la mitad de la población contenga Heliobacter en su estómago sin sufrir de úlcera y que, por suerte, no todas las pacientes con el gen del cáncer de mama lo padezcan, nos debería señalar el camino antes de que nuestras conclusiones llegaran demasiado lejos. El descubrimiento del gen responsable del cáncer de mama es un avance científico, que como tal debe ser recibido con satisfacción; pero si se le entiende como un argumento contra la psicooncología (la teoría de los componentes psíquicos del cáncer), se habrá hecho una interpretación totalmente equivocada. Hace poco, unos científicos estadounidenses han encontrado las sustancias que discurren por nuestra sangre cuando nos encontramos en un estadio de enamoramiento. No vamos a afirmar por ello que durante siglos hemos considerado al amor erróneamente como un estado psíquico y espiritual, hasta ahora que lo consideramos como algo pura-mente físico. El enamoramiento sigue siendo, a pesar de este interesante descubrimiento, un fenómeno psíquico que, sin embargo, encuentra también su reflejo en el cuerpo. Esto es exactamente lo que postula la psicosomatología: sincronicidad entre la psique y el cuerpo.
Del mismo modo que tiene sentido familiarizarse desde un principio con las limitaciones del método elegido, parece conveniente conocer la concepción del mundo en que se basa para abordar así de manera abierta sus posibilidades y peligros. En nuestro caso, la base es la imagen del mundo de la filosofía esotérica, aunque no podamos aquí referirnos a ésta. Por ello —en lo que respecta a la interpretación de los cuadros patológicos— sería recomendable la lectura de la parte general de El mensaje curativo del alma. Un componente consustancial de la imagen esotérica del mundo es la teoría de la reencarnación. Aunque ésta no sea necesaria para la interpretación de los cuadros patológicos y en sí misma no guarde una relación íntima con la simbología de las enfermedades, constituye un alivio y una ayuda esenciales en los casos de difícil interpretación que superan los límites del sentido de la vida. Dentro de este contexto nos permitiremos hacer algunas observaciones. Por ejemplo, las malformaciones congénitas, que se interpretan de igual manera que otros síntomas que aparecen más tarde en el curso de la vida, se contemplan como misiones a realizar durante ésta. Algo así resulta más fácil de aceptar en el marco de la teoría de la reencarnación. Esta comprensión del mundo hace verosímiles las interpretaciones que conciernen por igual tanto a adultos como a niños y recién nacidos. Los seres humanos tienen misiones y traen consigo al
nacer ya una buena parte de ellas. Eso puede entenderse hoy, gracias a los claros mensajes de la genética, incluso sin necesidad de las teorías de la reencarnación o del karma. La teoría de la reencarnación permite, sin embargo, entenderlo con mayor profundidad y de una manera esencialmente mejor. Las interpretaciones de cuadros patológicos que apuntan hacia la muerte, pierden gran parte de su dureza y aparente falta de sentido cuando se tiene en cuenta la cadena de las vidas. Gracias a las investigaciones acerca de la muerte sabemos hoy, sin afectar a la teoría de la reencarnación, que mientras mueren, las personas todavía aprenden muchas cosas, como sucede en el momento en que la película de su vida les pasa por delante del ojo interior. De la terapia basada en la reencarnación, que parte de la imagen esotérica del mundo, resultan también muchos de los reconocimientos e interpretaciones a los que difícilmente pueda llegar el usuario orientado científicamente. Así, por ejemplo, la seguridad de que el suicidio no es ninguna ayuda, porque no termina la vida, sino que sólo lleva a la repetición del curso suspendido en la escuela de la vida y, además, frecuentemente bajo circunstancias más difíciles.
Todas las interpretaciones de este libro proceden de la traducción directa del lenguaje del cuerpo y de los síntomas al nivel del lenguaje simbólico de nuestra realidad anímica. En las obras publicadas hasta la fecha se han tratado de manera preferente los cuadros patológicos de mayor entidad y frecuencia, de los cuales naturalmente también hay más experiencias con pacientes. En este diccionario se trataba de completarlos y de incluir muchas de las enfermedades llamadas menores o raras, a pesar de que hubiera menos experiencias terapéuticas disponibles respecto a ellas.
Para los afectados, su cuadro patológico es naturalmente el más importante, de modo que la distinción entre grandes, pequeños, frecuentes o raros, y con ello pretendidamente también menos importantes, cobra un regusto médico. En el marco de este libro se prescindió de esas distinciones. Sin embargo, hay que señalar que por ese motivo algunos de los cuadros patológicos menos frecuentes se han interpretado según las normas existentes a pesar de las escasas o nulas experiencias psicoterapéuticas disponibles. No obstante, dado que después de llevar trabajando más de veinte años con esta premisa se ha ido generando una gran seguridad y confianza en la veracidad de las formas de expresión corporal, este proceder pareció legítimo. En cualquier caso es deber del usuario estar alerta y tener bien clara la premisa general de que no puede haber dos úlceras de estómago iguales, sino sólo pacientes individuales que se enfrentan a modelos de enfermedad parecidos. Tener en cuenta este componente individual es decisivo para no medir con el mismo rasero a todos los pacientes que presenten el mismo diagnóstico. Por otro lado, los cuadros patológicos tienen algo que les hace servir muy bien de modelos. Y eso es lo que persigue precisamente esta obra de consulta, que en cierto sentido
es comparable a un repertorio homeopático. En caso de duda se recomienda pedir consejo a un médico o terapeuta que esté familiarizado con este principio para encontrar conjuntamente los componentes individuales dentro del modelo de validez general.
El diverso grado de experiencia existente con los cuadros patológicos conduce a que su estudio sea también de distinta profundidad. Por consiguiente, la extensión del tratamiento en el libro de cada síntoma tiene menos que ver con una apreciación de su importancia que con las experiencias disponibles. De este modo la divulgación de un cuadro patológico revela, por un lado, la importancia que tiene para la sociedad afectada, y, por el otro, conduce, desde un punto de vista terapéutico, a una experiencia más rica. En ese sentido la malaria, que con mucho es la enfermedad que más vidas humanas cuesta, está muy poco representada en comparación con la anorexia de la pubertad, que al estar mucho más extendida entre nosotros cuenta, por tanto, con una base mucho más sólida de experiencias terapéuticas. Las epidemias y los cuadros patológicos ampliamente extendidos son un reflejo de su situación en el territorio donde se difunden. Así, por ejemplo, podemos considerar como afecciones típicas de esta época y de esta sociedad tanto al infarto de miocardio, o el cáncer, como a las caries o los constipados. Este diccionario debe entenderse desde nuestra situación actual de una sociedad de con-sumo altamente industrializada en la Europa Central en vísperas del tercer milenio. No pretende, en modo alguno, fijar una escala objetiva para calibrar la importancia de un síntoma, aparte de que cada síntoma es el más importante (subjetivamente) para quien lo sufre. Del mismo modo que se hace ahora con esta nueva edición ampliada, también está previsto en el futuro reelaborar el manual a intervalos más prolongados para incorporar nuevos conocimientos, como los que se produzcan sobre los cuadros patológicos raros.
En este trabajo de interpretación hay que tener en cuenta que en el ámbito de los seres vivos no se puede afirmar nada con una certeza absoluta. Por consiguiente, tampoco pueden darse interpretaciones que sean certeras en cada caso para todos. Por supuesto que, en general, las interpretaciones sólo coincidirán cuando estén presentes también los síntomas correspondientes. El diagnóstico por sí solo a menudo dice poco y puede carecer por completo de valor para la enfermedad y, por lo tanto, para la interpretación. Una presión baja que, por ejemplo, no produzca síntomas, no necesita ser interpretada.
Como cada individuo participa del mundo colectivo de los cuadros y a la vez posee un mundo de cuadros interior y propio, la interpretación sólo será correcta cuando sea verdaderamente individual. Las interpretaciones prefijadas, por muy valiosas que sean, sólo serán una guía, aunque proporcionen también el marco e incluso den los colores y otras estructuras esenciales. El estado de ánimo y la atmósfera —decisivos para el efecto del cuadro— son y se mantienen como algo
sumamente propio, que sólo puede ser descubierto con el esfuerzo personal y un modelo de enfermedad individual.
Estas limitaciones pueden llevar precisamente a no reconocer como tales las verdades desagradables de las interpretaciones, lo que sería lamentable. Justamente las interpretaciones más duras son a menudo las más importantes, porque lo que se esconde en un proceso patológico es siempre una sombra. A menudo el len-guaje coloquial es una forma de expresión que, con relación a los cuadros pato-lógicos, está muy poco maquillada y es muy sincera. No resulta tampoco raro que el destino elija literalmente, en sus intervenciones y en sus golpes, caminos de gran dureza. Después de más de veinte años practicando la terapia de la reencarnación sé por experiencia que el destino no es malo, sino que simplemente está comprometido por todos los medios en nuestra evolución. Por ello le ruego al usuario que me crea cuando digo que las interpretaciones expuestas, aunque puedan parecer hirientes, han sido pensadas sólo en el sentido de estimular una concienciación y una evolución personal.
En general las interpretaciones carecen siempre de valor en la medida en que nunca se sabe a qué nivel experimenta cada persona sus vivencias. La expresión «perro torcido» utilizada en varios idiomas para designar a alguien jorobado es, sin duda, peyorativa. El término se utiliza en este libro, porque muestra el tema de un modo duro pero claro: ausencia de rectitud y, además, humillación, pero también (en el sentido redentor) humildad. La joroba personifica estos temas, y el lenguaje coloquial los expresa sin el menor respeto. Del hecho puramente corporal, sin embargo, no se desprende nunca en qué polo el paciente experimenta (vive) el tema. No es raro que el entorno humille a la persona jorobada, que puede sentirse humillada por el destino. Pero naturalmente también es posible que la misión que conlleva, a saber, la de descender (apearse de la soberbia cabalga-dura) y volverse humildemente hacía abajo (a la madre Tierra), ya se haya superado y se haya convertido en verdadera humildad. No podemos verlo en el cuerpo desde su exterior, pero en la persona lo podemos percibir siempre que la conozcamos bien.
De todo lo anterior debería quedar claro que carece sentido hacer un uso impropio de la interpretación de los cuadros patológicos para fines valorativos. Interpretarlos permite avanzar en la evolución hacia una mayor conciencia, valorarlos —tanto en los demás como en uno mismo— solamente dañará. Abusar de las interpretaciones para emitir juicios o, incluso, crear prejuicios revela en esencia algo del carácter del que juzga y demuestra que (todavía) no ha captado la esencia del principio que aquí se sostiene. La enfermedad desvela la sombra y la sombra es objeto de rechazo, casi nadie está por ella. Quien se limita a importunar a los demás con interpretaciones que no se le han pedido no quiere ayudar, sino solamente criticar, por lo que en general cosecha, y con razón, un rotundo rechazo.
La interpretación de los cuadros patológicos es un método maravilloso para ayudar a los seres humanos en su camino. Pero ha de hacerse sólo si se lo solicitan y siempre con el respeto necesario, reconociendo el hecho de que, interpretando desde fuera nunca, se puede estar del todo seguro.
El enorme deseo de repartir la culpa está tan estrechamente ligado a la historia de la cultura cristiana que nunca están de más las advertencias para evitarlo. La culpa es un tema de la religión y la Iglesias Cristiana se ocupan de ella de modo tan poco hábil, que no debería trasladarse esta temática a la medicina. El problema no radica en la Biblia misma, sino en la política que la Iglesia han construido sobre ella. El propio Jesucristo no era proclive a ese mercantilismo del pecado, que sus representantes profesionales en la Tierra han llevado a la máxima perfección. No puede pensarse que entendiera el Padrenuestro, la única oración que nos legó, como un castigo con motivo de la confesión. Cinco Padrenuestros por diez onanismos es un equívoco cristiano muy habitual, que nada tiene que ver con Jesucristo. Los Evangelios dicen más bien todo lo contrario, ya que Jesucristo se relacionó sobre todo con los publicanos y las prostitutas, que eran la escoria de la sociedad judía de aquel tiempo, siendo en cambio extraordinariamente crítico con los escribas. En la parábola de la adúltera impide su lapidamiento mostrándoles a los judíos que ellos son culpables de infidelidad; impide de ese modo proyectar la «culpa» sobre la adúltera. De un modo parecido se comporta al interpretar los mandamientos en el Sermón de la Montaña. Si es suficiente un único pensamiento de envidia para infringir el séptimo mandamiento, también en este caso todos resultan culpables. Según su interpretación de las leyes mosaicas, somos todos culpables de todo y esta «culpa colectiva» se refiere también al pecado original. Expulsados de la unidad del Paraíso, como descendientes del primer hombre todos somos pecadores, término que en su sentido prístino significa tanto como estar excluidos. Pero «estar excluidos» de la unidad no conlleva castigo sino la entrega a una misión que dura toda la vida, a saber, la de volver a recuperar la unidad. A este respecto coinciden las fuentes de las distintas tradiciones. Todas las proyecciones de la culpa vienen después, cuando las religiones se politizan a lo largo de su «evolución», o mejor, de su «implicación», y adquieren poder terrenal. En caso de que el concepto de culpa en esta forma mercantilista pertenezca a la religión deberíamos al menos, liberar de ella a la medicina.
Con su repartición de la culpa, que no procede de los Evangelios, la Iglesias encontraron un método para poner a los seres humanos bajo su poder y volver-les dóciles empleando medidas relacionadas con esa culpa: desde el tráfico de indulgencias hasta la mediación en los sentimientos de culpabilidad sexuales. A lo largo de los siglos se creó un auténtico campo de remordimientos, a los que hoy apenas pueden sustraerse incluso aquellas personas que se han separado de la Iglesia. El deseo de distribuir la culpa se ha convertido entretanto en una marca de
fábrica de los occidentales y tiene un efecto particularmente perturbador en las áreas terapéuticas. Está demostrado que los remordimientos provocan enfermedades y que su interpretación por vía médica es un peligroso error a la hora de tomar conciencia de ellos, aunque las vías para señalar su asimilación constituyen una tarea terapéutica de primer orden.
Con relación a la interpretación de los cuadros patológicos hemos llegado a malentendidos muy graves. Si una persona que ya tiene una difícil tarea en forma de un cuadro patológico debe, además, sentirse por ello culpable, es lógico que su situación se agrave todavía más. La autora estadounidense Joan Borysenko habla acertadamente de la «culpa New Age», que tiene un efecto tan negativo sobre el desarrollo y la vida como cualquier «culpa de la Old Age» con la que las religiones cubrían a sus fieles para volverlos más dóciles.
Esta necesidad de culpa que está profundamente enraizada en nosotros, afecta a amplias áreas de nuestra vida social y a las relaciones humanas. En lo que se refiere a la medicina troca las posibilidades potenciales de la interpretación de las enfermedades en su contrario. Todo esto llega hasta tal punto que aquí, en este país, nadie quiere disculparse, ya que de ese modo se liberaría de su culpa. Por el contrario, se intenta culpabilizar a los demás por todos los medios posibles, lo que agrava el peso de sus vidas y crea un mayor sentimiento de culpa en las personas. Negocios tan provechosos alrededor de la culpa florecen por doquier, desde el ámbito de la política hasta el de la pareja. En nuestro camino evolutivo nos hemos de liberar de ella y entonces podríamos comenzar con las interpretaciones de los cuadros patológicos.
Si creemos a la Biblia tenemos una culpa fundamental, justificada por la pérdida de la unidad del Paraíso y por el hecho de nuestra presencia como seres humanos en la Tierra. Por decirlo de algún modo, somos deudores de la realización de la unidad a un nivel más consciente. Fuera de eso no tenemos culpa alguna, sino «solamente» la responsabilidad de evolucionar nosotros mismos hacia la unidad. Puesto que venimos de allí, nuestra misión es volver, lo que nos resultará mucho más comprensible en el Mandala como modelo universal de la vida (véase Lebenskrisen als Entwicklungschancen, p. 23-30). Georg Groddeck expresa esta relación de un modo distinto cuando siempre ve en la enfermedad la nostalgia de la madre y el intento de retorno a la infancia. El enfermo recibe, como entonces, amor y cuidados sin necesidad de dar nada a cambio. Incluso la seguridad social moderna se orienta en esta línea. Seguir percibiendo el sueldo en caso de enfermedad es un intento de revivir el país de Jauja original, donde todo se obtenía sin contraprestaciones. Esto encierra también algunos peligros, como por ejemplo el abuso de la enfermedad para intentar librarse de responsabilidades. La huida hacia la enfermedad como un intento fallido inconsciente de lograr la unidad es uno de nuestros medios más efectivos
de represión y una de las últimas coartadas aceptadas socialmente. Se necesita valor para renunciar a ello.
Volviendo al Mandala, encontramos en él un itinerario maravilloso para nuestra vida con todas las transiciones arquetípicas y con los puntos de inicio y de llegada en el centro. Partiendo del punto medio llegamos al perímetro exterior del círculo a mitad de la vida cuando se está a punto de emprender el viaje de retorno. Entonces cambiamos de dirección y regresamos a casa para salvarnos en la unidad del centro. Una condición básica para la salvación (sanación), que sólo se encuentra en el centro del Mandala, es comprender que, al transitar por el camino del mundo polar, nunca estaremos seguros. Aunque se lleve una vida de lo más sana, no es posible soslayar todos los males que afectan al cuerpo. A pesar de que una dieta sana, un ejercicio suficiente y unos pensamientos estimulantes para la propia evolución, contribuyen de forma decisiva a nuestro bienestar no podemos forzar el destino. Este es mayor, más ancho y se extiende, sobre todo, a lo largo de períodos de tiempo mucho más prolongados que nuestros intentos de esquivarlo o engañarlo, por muy refinados que sean. Un seguro de vida cósmico no es posible, por buena que sea nuestra conducta.
Por eso, la mejor base para la curación es la reconciliación con la muerte como solución (liberación) de nuestra vida. No en balde han muerto todos los santos y sabios, algunos de ellos todavía jóvenes. Deberíamos aprender a superar nuestro tipo de valoración occidental que culmina en la actitud de que la vida es buena y la muerte es mala. Hay pocos argumentos para pensar que cuanto más dura una vida tanto mejor es. Si se contempla la vida como una escuela, lo mismo que en la filosofía esotérica, pronto cambian las ponderaciones. Quedarse mucho tiempo en la escuela no es en absoluto un resultado especialmente brillante. Lo mejor es que la permanencia dure lo necesario para aprender algo, con independencia de la alegría de vivir y del placer que nos pueda regalar la vida. El intento de forzar al destino mediante una existencia ordenada («complaciente con Dios») para tener una larga vida lleva a la vieja equivocación puritana de que Dios ama especialmente a los que se esfuerzan, son trabajadores, están sanos y tienen éxito y que les recompensa con una vida prolongada. La mayor parte de los santos, por ejemplo, no se encuadran dentro de esta categoría y el propio Jesucristo se hubiera comportado de manera bien distinta.
Los cuadros patológicos simbolizan misiones y no castigos. El filósofo francés Blaise Pascal lo formuló de un modo muy sencillo y claro en la frase «La enfermedad es el lugar donde se aprende». Si la vida es una especie de escuela, los cuadros patológicos son parte de los planes de estudio. El certificado para pasar de clase puede expresar con unas malas notas futuras misiones de aprendizaje, es una consecuencia indudable del curso transcurrido pero no un castigo por él. De un modo parecido los cuadros patológicos ilustran misiones que hay que resol-
ver. pero no nos quieren castigar ni juzgar. Sin embargo, debemos interpretar correctamente las notas de los certificados, así como asumir la responsabilidad por ellas para sacar las necesarias consecuencias de cara al futuro. La cuestión de si todos los cuadros patológicos simbolizan misiones se puede explicar también fácilmente mediante la siguiente analogía: quien está en la escuela evidentemente tiene que resolver ejercicios, quien vive en la Tierra también tiene que realizar misiones.
En la escuela tampoco hablamos de culpa cuando alguien se enfrenta a una gran prueba, como es la reválida, y del mismo modo habría que actuar con las pruebas a que someten los cuadros patológicos. Esta concepción es aplicable a otros problemas y crisis de la vida. Después de las experiencias oceánicas de la amplitud y la falta de gravedad en el útero materno, el niño tiene que abandonar, al nacer, su país de Jauja y nadie tiene la culpa de ello. Cuando una niñez sin problemas y repleta de juegos llega a su final natural en la pubertad, tampoco hablamos de culpa. Lo mismo sucede cuando la vida después de su primera mitad lleva a la catástrofe (del griego he katastophe = punto de retorno) de la edad crítica. A pesar incluso de que muchos interpreten hoy este punto de inflexión de la vida únicamente como una catástrofe en su sentido negativo, no se habla de culpa. Esas crisis (vitales) pueden interpretarse básicamente lo mismo que los cuadros patológicos y a menudo también van ligados a síntomas. Ya que se explican con todo detalle en el libro Lebenskrisen als Entwicklungschancen, en la presente obra sólo se aludirán a su sintomatología visible en el cuerpo.
Si reconocer por sí mismo y asumir las misiones que le prepara la vida en forma de cuadros patológicos, crisis y otras pruebas representa ya una exigencia muy elevada, decirle a otro dónde están estas misiones vitales es difícil y, si no se le ha pedido, pretencioso. Los terapeutas se arrogan ese derecho, que sólo está justificado en caso de una abstinencia absoluta en cuanto a las valoraciones. Como se ha puesto de relieve en numerosas ocasiones, el concepto de culpa no pertenece al ámbito terapéutico, y quien no pueda liberarse de ella podría como mínimo limitarla a la pregunta «¿Qué le debo al futuro?».
El cuerpo como maestro sincero puede delatarlo. Si dejamos que nos hable y enseñe, tendremos el terapeuta más honesto que nos acompañará a cada paso por la vida y llevará una contabilidad exacta de todos los olvidos y errores. En él podremos leer lo que nos pasa y cuando aprendamos a consultarle, nos informará de cómo podemos ayudarle a él y a nosotros mismos a ser más íntegros y sanos. La pregunta «¿En qué he fallado?» resulta también provechosa en la escuela de la vida y puede ser entendida, además, como una cuestión que indague dónde me he equivocado en el sentido de mi vida, extraviando así el punto central del Mandala de la vida. «Errar el punto» es una traducción posible de la palabra griega para «pecar»: hanzartanein. Dentro de este contexto, todo lo que nos aleje del cen-
tro es pecado. Pero cada paso en dirección al centro sería lo contrario: el perdón del pecado, y de hecho Jesucristo señala este camino. Entonces, en este sentido amplio, ya no hay faltas desde una perspectiva absoluta, en cierto modo objetiva, sino sólo relativa, medida en el sentido y la meta personales de la vida.
No todo lo que aparece en este libro tiene por qué coincidir absolutamente al pie de la letra, pero la experiencia señala que la mayor parte de lo que sucede en el cuerpo coincide con los correspondientes temas espirituales. Para descubrir este paralelismo es necesario confiar en ello con la suficiente profundidad. En un libro sólo pueden hacerse ofertas. A cada uno se le pide que descubra por sí mismo qué es lo prioritario en su «caso». Pero quien sólo lee lo que le conviene echa a perder las mejores oportunidades de la interpretación, puesto que las sombras se desvelan sobre todo en lo que no nos gusta (no se adapta a nosotros).
En los últimos veinte años, en los que unos dos millones de libros han encontrado sus lectores y sobre todo sus usuarios, nos han llegado una gran cantidad de cartas que en su mayoría siguen un llamativo modelo. En una fase introductoria, los que escriben se explayan en halagos, porque han reconocido a toda su familia, incluso a miembros difíciles como la suegra o la pareja, en las descripciones sintomáticas del libro. Pero después se quejan de que precisamente en sus propios cuadros patológicos no coincidan las interpretaciones dadas. Esto lo sabrían con exactitud, puesto que se ocupaban del tema desde hacía tantísimos años. De esas cartas se desprende en conjunto una amplia aprobación por la gran mayoría de las interpretaciones y una crítica amarga hacia unas pocas. La amplia aprobación atañe a los cuadros patológicos de los demás, la crítica individual, prácticamente sin excepción, al propio. Ciertamente, no hará ningún daño tener presente la filosofía bíblica cuando dice que es más fácil ver la astilla en el ojo del prójimo que la viga en el propio, puesto que para nuestra propia evolución son decisivas sobre todo las astillas y las vigas que nos sacamos nosotros mismos.
El paso hacia el reconocimiento de las faltas propias puede resultar más fácil si tenemos en cuenta que éstas son las que facilitan las mayores posibilidades de crecimiento. Sólo cuando estamos enfermos nos preguntamos qué es lo que nos pasa (falta). Sólo entonces podemos descubrir lo que falta y, al encontrarlo, integrarlo en nuestra vida. Sólo por eso, la enfermedad se convierte ya en oportunidad. Con ayuda de este manual uno mismo puede emprender la búsqueda de lo que le falta para alcanzar la integridad. Y cada falta que lleve a la integración de un componente anímico ausente es un paso por el camino de la salvación (sanación).
En el cuadro patológico se personifica, de forma no solventada, el principio ancestral que está en lo hondo del inconsciente, o un modelo de los principios ancestrales. A partir del tema de la sombra es posible tanto reconocer los principios ancestrales como encontrar posibilidades de extraer de ellos pasos positivos en la evolución. El apartado de «Resolución» en la parte principal apunta a la posibilidad de encontrar otro nivel, ya solventado, en el que pueda vivir la propia energía arquetípica sin perturbar los procesos corporales —incluso con la oportunidad de acercarse al propio tema vital. El apartado «Realización» da indicaciones de cómo acercarse con sentido común a un tema escondido en el cuadro patológico. Sólo se hacen propuestas de terapia concretas allí donde aporten algo a la interpretación. Siempre que haya disponibles programas elaborados, serán cita-dos en la bibliografía, que incluye los casetes dirigidos directamente a la interpretación y a la «ocupación» meditativa con cuadros patológicos concretos.
Las indicaciones para la realización y la resolución siguen sobre todo el pensamiento homeopático, y sólo de modo excepcional se refieren al polo contrario alopático. Ambas tendencias definen la medicina y polarizan, sin ningún funda-mento, a terapeutas y pacientes, pero cada una de ellas tiene sus cometidos propios y están —como todos los polos opuestos— más necesitadas una de la otra que opuestas. La alopatía es capaz de salvar vidas y con ello cumple una de las principales tareas de la medicina, aunque desgraciadamente no pueda sanar. La homeopatía en cambio sí puede curar y brinda oportunidades incluso en los casos de cuadros patológicos crónicos, pero en cambio, a menudo, en los casos graves, no está en condiciones de salvar vidas.
Personalmente lo vi con total claridad en un caso impresionante al que me enfrenté al principio de mi actividad como médico. En un encuentro de terapeutas de orientación naturista uno de los participantes sufrió un shock alérgico a causa de la picadura de un insecto. A pesar de que enseguida se le aplicaron medios homeopáticos, como Apis y Rescue Remedy, de las esencias de las flores de Bach, en forma de gotas en el oído, el colapso circulatorio persistió y el paciente continuó en grave peligro de morir. Sin embargo, mediante una aplicación drástica de medios alopáticos se logró estabilizar la circulación con una rapidez extraordinaria y el hombre pudo volver a participar en el seminario al cabo de una hora. De todas maneras, no estaba curado de su alergia. Esto tampoco es posible con ayuda de la noradrenalina y la cortisona. Por el contrario, con la aplicación homeopática, tanto de la interpretación como del correspondiente remedio, es posible llegar a las raíces de la alergia e incluso acabar con ella. Por tanto, ambos enfoques son imprescindibles: sin lo alopático el paciente ya no estaría vivo y sin lo homeopático no podría encontrar la curación. La supresión de los síntomas a través de medios alopáticos no merece ese nombre. La ausencia de síntomas y la curación no tienen esencialmente nada que ver entre sí. Por el contrario, la su-
presión reduce incluso las posibilidades de curación. Para proceder a la interpretación de los cuadros patológicos no existe, por suerte, ninguna alternativa entre las dos grandes direcciones de la medicina, máxime cuando ambas tiran de la misma cuerda aunque en sentidos contrarios. Cuando alguien siente miedo, añora el polo opuesto alopático de la amplitud y la expansión, que echa en falta en la estrechez de su miedo. Si corre peligro de hacerse daño en un ataque de pánico puede tener sentido buscar, por la vía medicamentosa alopática, la correspondiente amplitud. Pero con ello no se va a poder resolver a largo plazo el problema del miedo. Esto sólo es posible dejándose llevar por la estrechez del miedo, atravesándola y encontrando detrás la amplitud y la expansión. Sólo a través de la estrechez se alcanza de manera duradera la amplitud. Por consiguiente, en una situación grave puede ser necesario apostar por el camino alopático para conservar la vida, aun-que para la sanación estemos destinados a lo homeopático. Como en el ejemplo del miedo, a menudo el polo opuesto aparece por sí mismo si se ha entrado de manera suficientemente profunda (homeopáticamente) en el principio bajo el que se sufre. De ello se deduce, por supuesto, que deberemos recurrir a la ayuda médica en las situaciones de mayor gravedad, a pesar de la interpretación de los cuadros patológicos.
Por lo general, la conjunción entre medicina interpretativa y medicina intervencionista tiene ventajas que no pueden pasarse por alto, incluso en el terreno de la medicina regenerativa. Por ejemplo, es recomendable analizar el sentido pro-fundo de una fístula intestinal, lo cual no quiere decir que desaparezca por ello. Sin embargo, si después se cierra quirúrgicamente, la posibilidad de que no vuelva a formarse es mucho mayor. Interpretar los cuadros patológicos no significa prescindir de todo lo accesorio sino que por el contrario, cuando se han comprendido el sentido y la misión de aprendizaje, una curación quirúrgica tiene en cualquier caso muchas más posibilidades de perdurar sin recaídas ni complicaciones.
Hay que reflexionar, además, sobre la diferencia entre la alopatía aplicada a la vía medicamentosa, para suprimir los síntomas, y su aplicación en el ámbito psíquico, para acercarse al centro a través del polo opuesto. El paciente depresivo deberá dejarse llevar homeopáticamente hacia los temas que le atormentan —oscuridad, muerte y agresión—, pero también podrán ayudarle las experiencias de luz que le desvelen el otro lado de la moneda. De este modo se comprende que tanto las terapias de sombra como los baños de luz y sol, y especialmente los encuentros con la luz interior, interactúen convenientemente en el camino de vuelta hacia el centro, que es la meta de toda terapia.
Estar enfermo es a fin de cuentas haber caído del centro (del Mandala vital) y constituye por ello un desequilibrio, o el intento del cuerpo de compensar un desequilibrio. La sanación ha de tender al centro y éste se encuentra por definición entre los polos, por lo que la terapia debe trabajar siempre sobre este eje es-
forzándose en reestablecer el centro. El camino más rápido (agudo) hasta allí pasa a menudo por el polo opuesto (alopático). El punto de partida homeopático, por el contrario, con sus primeros pasos acrecentará todavía más la parcialidad, lo que a veces agudiza el problema en el sentido de un primer agravamiento. Su meta a largo plazo es estimular las fuerzas de autocuración del organismo, que éste produzca por sus propias fuerzas el movimiento en dirección al centro. En cualquier caso, los dos lados trabajan sobre el mismo eje y en el mismo tema.
La enfermedad (expresada en el síntoma) la podemos contemplar ya como corrección del desequilibrio a nivel corporal. Es necesaria para que uno de los brazos de la balanza no haga que ésta se incline demasiado hacia un lado. Para que-darnos con esta imagen, de lo que se trata en la sanación es de garantizar el equilibrio, no mediante pasos involuntarios y llenos de sufrimiento sino con pasos voluntarios y conscientes. Sobre los platos de la balanza de la vida el cuerpo y el alma tienen un peso parecido, tanto si nos gusta (a nosotros y ala medicina académica) como sino. Si no vencemos algo psíquicamente, entra en juego el cuerpo y lo resuelve a su modo. Por lo visto, sólo de este modo puede mantenerse la balanza en su posición horizontal. Pero si comenzamos a elaborar el tema psíquico, el cuerpo puede abandonar de nuevo sus esfuerzos sintomáticos, la balanza se mantiene en equilibrio y hablamos entonces de sanación. La psique vuelve de nuevo a su responsabilidad y vive conscientemente la temática que antes tuvo que materializar inconscientemente el cuerpo en el cuadro patológico.
La pregunta convencional que formula el médico, a saber, «¿Qué le pasa (falta) a usted?», se orienta primero hacia lo alopático, y de este modo evolucionó la vía principal de la medicina, en apariencia la más cercana. La dirección homeopática se interesa por otra pregunta, a saber, «¿Cuál es la mejor manera de conseguir a largo plazo un equilibrio?». Actúa de manera indirecta, pero conduce en realidad hacia un equilibrio verdaderamente estable porque se basa en las fuerzas autocurativas del cuerpo, en lugar de ayudarle con tropas ajenas (como los antibióticos). Esto último hace que a largo plazo el organismo se vuelva de-pendiente de la ayuda externa, mientras que lo primero le proporciona una creciente autarquía.
La sintomatología, que se somete a la pregunta «¿Qué le pasa (falta)?», re-vela lo que tenemos y con ello el principio ancestral sobre el que orbita. Los alérgicos sufren de las luchas que su sistema inmunológico emprende contra presuntos alergenos hostiles. El principio de la lucha está simbolizado en el principio elemental de Marte, así pues, lo que les falta es Marte. Lo que desean es la paz, representada por Venus. Pero cuando Marte se expresa en un cuadro patológico y en consecuencia no se tiene conciencia de él, hay que aprehender principalmente a Marte. Esto significa que los afectados deberían aprender a aplicar sus energías ofensivamente (abiertamente), controlar la vida y coger al toro
por los cuernos. Cuando lo hayan hecho les caerá su polo opuesto, Venus, como un fruto maduro.
Sólo cuando se ha comprendido la esencia de la alopatía y de la homeopatía, pueden aunarse ambas direcciones de manera conveniente. Un camino pragmático, que se encuentra en el tenso campo situado entre la medicina universitaria y los métodos complementarios, es separar en su fuero interno el diagnóstico de la terapia. El primero debería realizarse, o al menos verificarse, con la medicina académica. Todo lo que se pueda descubrir en unos análisis de sangre en el laboratorio, deberá estar garantizado bajo cualquier concepto por ese camino para que nada quede oscilando. Esto no niega de raíz la oscilación. Ésta, sin embargo, por lo general encierra un enorme factor de inseguridad y depende en buena medida de quien la empuje y de sus cualidades, a diferencia de los análisis de laboratorio y de la mayoría de los restantes métodos diagnósticos de la medicina académica. A pesar de los riesgos debidos a los efectos, secundarios o no, de la medicina alopática, no debe pasarse por alto que sus procedimientos de diagnóstico a me-nudo sean inofensivos y muy clarificadores. También para las interpretaciones de este libro de consulta he recurrido, cuantas veces me ha sido posible, a los resultados de la investigación médica. En cuanto al diagnóstico, se ha demostrado muy eficaz la regla de avanzar hasta dónde sea posible (sin peligro) con la medicina académica, mientras que en el caso del tratamiento sólo lo indispensable. Incluso métodos de exploración que vistos, desde fuera resultan inhumanos, como por ejemplo la tomografía computerizada o de espín nuclear, son absolutamente inofensivos al nivel corporal, al menos si se les compara con las exploraciones radiológicas rutinarias a las que fuimos expuestos sin escrúpulos cuando éramos niños. Por supuesto, no sucede lo mismo con las exploraciones realizadas mediante la inyección de sustancias radiactivas o la toma de muestras de tejido.
Aconsejo aplicar lo menos posible fármacos de la medicina académica, es decir, alopáticos. Pero los cuadros patológicos de mayor gravedad para la vida deben tratarse de inmediato alopáticamente, por lo general, con medicamentos que alejan el peligro mediante supresión. En situaciones semejantes estarían justificadas incluso afirmaciones que prácticamente sin excepción encubren problemas psíquicos. Ambos métodos pueden salvar vidas por medio de la supresión, pero no sanar. Tampoco deberían pretenderlo, puesto que entonces impedirían la evolución. Quien utilice afirmaciones debería saber en todo caso que no se encuentra en el camino espiritual, sino que, al contrario, la necesidad le hace huir de sus problemas y, por lo tanto, de sus deberes. El éxito de este tipo de medidas
Robin Book
9788499172415
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