El libro antitóxico, Dr. Laurent Chevallier. Ediciones B

El libro antitóxico

Referencia: 9788466654821
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La guía definitiva para acabar con los agentes químicos que nos rodean y nos intoxican.

Cómo no envenenarse.

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9788466654821

Vivimos en un mundo en el que los contaminantes químicos se encuentran en todas partes: en nuestra alimentación, en nuestra ropa y en nuestras casas… Sin embargo, sería una ingenuidad creer que los efectos de esos productos sobre nuestra salud han sido suficientemente evaluados.
Frente a los intereses de los lobbies y ante la laxitud que demuestran, tan a menudo, los poderes públicos, es posible pasar a la acción, de forma tanto individual como colectiva.
  • ¿Qué sustancias debemos evitar de inmediato?
  • ¿Qué alimentos, productos de limpieza o cosméticos debemos usar preferentemente?
  • ¿Cómo protegernos mejor, nosotros y a nuestros hijos?

«No estamos programados para per­manecer expuestos a una multitud de sustancias químicas de síntesis, aunque se trate de concentraciones infinitesimales. Su presencia en el medio ambiente explicaría en gran parte la explosión de ciertas enferme­dades crónicas. Ignoramos todavía con demasiada frecuencia hasta qué punto están contaminados nuestros organismos, al igual que nuestros sue­los y nuestras aguas. Está emergiendo una cierta toma de conciencia, pero curiosamente va acompañada de un grado bastante elevado de fatalismo. Como si se tratara del “precio a pa­gar” por todas las ventajas que nos han aportado los progresos técnico y científico...»

Dr. Laurent Chevallier

Dr. Laurent Chevallier

El doctor Laurent Chevallier es médico adjunto de centro hospitalario universitario, consultor en nutrición y jefe de la unidad de Medicina Medioambiental de la Clinique du Parc (Castelnau-le-Lez) y de Nutrición en la maternidad de la clínica Clémentville (Montpellier), centros punteros en desarrollo sostenible.
Es autor de varios títulos de éxito traducidos a diversas lenguas, como 60 ordonnances alimentaires, Je maigris sain, je mange bien y Comer como antes, la mejor dieta.
  • traducción: Rosa Bertrán Alcazar
  • Páginas: 328
  • Formato: 15 x 23 cm

Prologo

Si hay un adjetivo al que un investigador se aferré por enci­ma de todo es el de creativo. No debe sorprendernos, por lo tanto, que muchos investigadores se sientan bastante incómo­dos con la noción de precaución: se pasan la jornada corriendo riesgos c intentando corresponder a esta imagen de pionero que tanto les gusta. Debe reconocerse que a primera vista, la precaución no remite a imágenes forzosamente prestigiosas, sino que evoca más bien una actitud timorata, conservadora e incluso oportunista. Pero hay otra manera de concebir la pre­caución y de integrarla en una gestión científica igual de noble y estimulante. El investigador innova cuando intenta com­prender los mecanismos naturales, cuando fabrica nuevas he­rramientas, pero también cuando se asegura de que el objeto creado sea respetuoso con la salud de los humanos y del medio ambiente. Hay, sin duda, más creatividad en el hecho de fabri­car un coche seguro v limpio que en el de hacer un vehículo dotado de más velocidad. Más allá de la dimensión puramente científica, existe también una motivación ética y humanista que debe guiarnos, y ambas no son contradictorias.
Al estudiar ia toxicidad de loos contaminantes químicos, que es el objeto de esta obra, observamos importantes desa­fíos científicos que no se han resuelto todavía. Tomemos el ejemplo de tos «efectos cóctel». Nuestro universo químico es complejo y lo es cada vez más. Estamos rodeados, sin duda, de más de cien mil moléculas químicas y esto es solo cí principio. Queda claro que después de la Revolución industrial y en es­pecial desde mediados del siglo XX, ese universo químico se
ha enriquecido o se ha hecho más complejo. Esta evolución fue buscada y, si ahora podemos aprovecharnos de nuevas in­novaciones informáticas o terapéuticas, por ejemplo, es gra­cias a esos progresos. Pero esos avances tienen un coste. El ejemplo de los medicamentos ilustra bien tanto las ventajas del progreso como sus riesgos. Por otra parte, el desarrollo de un medicamento, cuando es óptimo, engloba estas dos di­mensiones (eficacia y toxicidad) y el resultado final depende de la relación beneficio-riesgo. Debería poder aplicarse este principio a todos nuestros adelantos tecnológicos y a todo nuevo compuesto que se ofrezca al consumo (a menudo apa­recen sin que seamos conscientes de ello y para una ventaja no siempre palpable). Pero el asunto no es tan sencillo. Pues si bien actualmente se puede estimar mal que bien la inocuidad de tal o cual molécula química de manera aislada, ¿qué pode­mos hacer para adivinar sus interacciones con los millares de moléculas químicas de nuestro entorno? Centenares de molé­culas están presentes en una partícula de diésel, en el humo del tabaco, en las prendas de vestir o en los revestimientos, etc. Es necesaria una investigación innovadora de muy alto nivel para resolver estas cuestiones.
Tanto en este campo como en muchos otros, nos encon­tramos con frecuencia con un conjunto de argumentos in­completo. No es raro, por ejemplo, que pruebas experimen­tales en el laboratorio establezcan una relación entre un compuesto químico y un efecto tóxico. Sin embargo, a menu­do carecemos de argumentos para afirmar que esos efectos nefastos se puedan encontrar en el hombre en las dosis a las cuales estamos expuestos. Puede ocurrir también que los ra­zonamientos experimentales no sean todos coherentes. Si hay muchas sospechas, sería inaceptable que esperáramos a tener los argumentos completos (también en lo que afecta al hom­bre) antes de actuar, porque sería demasiado tarde y se po­drían haber producido ya unas consecuencias sanitarias o medioambientales nocivas. Pero entonces, ¿cuándo hay que actuar? ¿En qué momento debemos decidir que los argumen­tos, aunque incompletos, son suficientes? Una parte de la res-
puesta puede venir de la investigación científica que, si dispo­ne de medios suficientes, debería estar en condiciones de pro­porcionar unos criterios objetivos. La otra parte depende del tipo de sociedad en la que desearíamos vivir y, para todos los ejemplos, la decisión corresponde a los poderes públicos que representan a los ciudadanos. Pero el desafío científico es gran­de, y es en este sentido que la precaución y la ciencia van per­fectamente ligadas.
Un enfoque científico de la precaución consiste forzosa­mente en intentar cuantificar los peligros y los riesgos, je­rarquizarlos, lo que ya propone el doctor Laurent Chevallier en su práctica clínica. Está claro que si se dispone de prue­bas suficientes, tanto experimentalmente como en el hombre, existen pocas dudas y se trata más bien de tomar medidas de prevención a tiempo. Este es el caso, por ejemplo, del amianto y de determinados pesticidas. En otros casos, bastante fre­cuentes, nos encontramos con unos argumentos experimen­tales bastante convincentes pero poco seguros por lo que se refiere a la transposición de los peligros en el hombre. Este es, por ejemplo, el caso del bisfenol A y de muchos perturbado­res endocrinos, en especial cuando la exposición tiene lugar durante la época fetal y en la primera infancia. Se trata aquí de situaciones típicas en las que puede aplicarse el principio de pre­caución. Pero en muchos casos la incertidumbre es aún más grande y no disponemos de criterios suficientes (o considera­dos como tales) para poner en marcha unas medidas de pro­tección estrictas. Muy a menudo son casos sujetos a contro­versia. Lo mínimo sería informar al público para que cada uno sea capaz de modificar o no su consumo, a la espera de las decisiones oficiales.
Por ello, el público necesita no solo una información rigu­rosa sobre los potenciales peligros y las incertidumbres, sino también unos sencillos consejos prácticos. Este es exactamen­te el objeto de esta obra de Laurent Chevallier: permitir a aquellos que no desean correr riesgos, o los mínimos posi­bles, adoptar una forma de consumo y una conducta acordes con el tipo de vida que han elegido. La ciencia, por supuesto, continúa avanzando y en el futuro algunas recomendaciones se revelarán pertinentes y otras superfluas; es el precio de la incertidumbre. Pero con un poco de conocimiento y de senti­do común, es posible enfocar el consumo con prudencia y sin dejarse impresionar por el ruido publicitario.
ROBERT BAROUKI, profesor de Bioquímica, Facultad de Medicina
París-Descartes, director de la unidad INSERM-Universidad
París-Descartes

Toxicología, farmacología y señalización celular,

26 de enero de 2013

 

Introducción

No estamos programados para estar expuestos a una mul­titud de sustancias químicas de síntesis, aunque se trate de concentraciones infinitesimales. Su presencia en el medio am­biente explicaría en gran parte la explosión de ciertas enfer­medades crónicas (diabetes, alergias, sobrepeso, cánceres). Ignoramos todavía con demasiada frecuencia hasta qué punto están contaminados nuestros organismos, igual que nuestros suelos y nuestras aguas. Está emergiendo una cierta toma de conciencia, pero curiosamente va acompañada de un grado bastante elevado de fatalismo. Como si se tratara del «precio a pagar» por todas las ventajas que nos han aportado los pro­gresos técnico y científico... No podemos tolerar, sin embar­go, que cada día se diagnostiquen mil nuevos casos de cáncer en Francia [en España, según datos de 2012, se diagnostican 208.268 casos al año, o 570 diarios] ni que el índice de cán­cer infantil aumente de manera exponencial desde hace unas decenas de años. ¿Dónde buscar entonces las causas de ese aumento de cánceres, sino en los cambios radicales en el me­dio ambiente? ¿Cómo podemos aceptar ser las víctimas de un progreso mal controlado, asociado al marketing de ciertos fabricantes, y sufrir las debilidades de una normativa insufi­ciente? No es la química en sí misma lo que estamos cuestio­nando, sino la mala evaluación del impacto de los conta­minantes químicos, especialmente en las viviendas y en los lugares de trabajo (formaldehído, benceno, productos an­tifuego...), y de los contaminantes en la alimentación (bisfenol A, ftalatos, aditivos alimentarios, pesticidas, metales...). Desmás poder y felicidad. [...] Las ciencias y las técnicas amplia­ron prodigiosamente nuestro conocimiento del mundo físico y biológico. Nos dieron un poder sobre la naturaleza que na­die habría podido imaginar hace solo un siglo. Empezamos, no obstante, a medir el precio que se ha debido pagar para ob­tenerlo. De manera creciente, se plantea la pregunta de saber si esas conquistas no han tenido efectos nocivos.»1El núcleo de las críticas de Lévi-Strauss, con el que coinciden muchos filósofos y actores del mundo político y asociativo actual, es una cierta forma de progreso ciego y sin moral, destinado a hacer funcionar una sociedad hiperconsumista. Ese desarro­llo es la coartada de poderosas fuerzas económicas que inten­tan instrumentalizar los resultados de la ciencia con fines pu­ramente mercantiles. Podríamos citar muchos ejemplos de desviaciones del «progreso» en la industria armamentística o en la química. Pero nosotros nos interesamos especialmente por la invasión de la química de síntesis en nuestras vidas: en nuestras viviendas, en nuestros platos, en nuestras prendas de vestir, en los productos cosméticos. A principios del siglo XX, se producían cada año en el mundo decenas de toneladas de productos químicos de síntesis contra varios centenares de mi­les de toneladas ochenta años más tarde. Aunque hay más de cien mil sustancias químicas distintas en el mercado europeo, solo treinta mil de ellas son visadas por un programa de eva­luación REACH. Las informaciones sobre la toxicidad de esas sustancias son aún fragmentarias, ya que para un 21% de esas moléculas no disponemos de ningún dato, para el 65% de muy pocos, para el 11 % de unas informaciones mí­nimas, ¡y solo el 3% ha sido totalmente probado!3 Cuando se sabe que unos pocos microgramos (106)incluso menos (109), por litro, lo que equivale aproximadamente a un grano de sal en una piscina olímpica, son suficientes para tener efec­tos nocivos, podemos estar razonablemente preocupados por esa contaminación masiva y en gran parte invisible del plane­ta. Nadie se salva: incluso en las islas más recónditas y poco industrializadas del Pacífico o en Tasmania, al sur de Austra­lia, se observan contaminaciones químicas preocupantes en los animales examinados. Así, el famoso diablo de Tasmania padece de tumores (trastornos inmunitarios) de un modo anormal. Las extracciones revelan, entre otras cosas, una im­portante concentración de contaminación por los hexa- y los decabromobifenilos, unos retardantes de llama, productos ig­nífugos de nefastos efectos.
¿Y qué hacen los gobiernos? El informe de la OMS indi­ca que «el ritmo de los progresos [para controlar mejor esta química] ha sido lento y los resultados [son] con demasiada frecuencia insuficientes». Efectivamente, solo se evalúa real­mente una parte muy pequeña de los productos químicos en términos de efectos sobre la salud y el medio ambiente. No obstante, desde los años sesenta, al alba de esta invasión quí­mica, algunos habían encendido la luz de alarma sin ser sin embargo entendidos. No se trataba de hippies o de adeptos a un regreso a la naturaleza, sino del ministro de Sanidad de los Estados Unidos, A. W. Willcox, que en junio de 1963 declara­ba: «Cuando pienso en la responsabilidad del gobierno en la reglamentación de los alimentos y los medicamentos, a veces me siento aterrorizado... Si exceptuamos las grandes decisio­nes que conducen a la paz o a la guerra, es difícil pensar en algo que tenga consecuencias sobre tantos seres vivos durante un futuro tan largo y de manera tan importante...»4A él le ha­bía impresionado la lectura de un libro de Rachel Carson del que se habló mucho en la época, Primavera silenciosa, que denunciaba las desviaciones y los peligros de los pesticidas para la salud y la naturaleza. El presidente John Fitzgerald Kennedy, por su parte, dio buen ejemplo: fue probablemente el primer jefe de Estado que abordó de manera clara los de­rechos de los consumidores en un célebre discurso el 15 de marzo de 1962. En él denunció la influencia de la publicidad que orientaba las elecciones de los consumidores no necesa­riamente en la buena dirección. Y añadió que los derechos de los consumidores debían incluir:
  • El derecho a la seguridad para estar protegido contra la venta de artículos que ponen en peligro la salud.
  • El derecho a ser informado para estar protegido contra una publicidad o un etiquetado de carácter fraudulento o en­gañoso; el derecho a obtener suficiente información para ha­cer una buena elección.
  • El derecho a asegurar una calidad y un servicio satisfac­torios al precio justo.
  • El derecho a ser escuchado a efectos de que los intereses de los consumidores sean total y favorablemente tomados en cuenta y de que los tribunales proporcionen un trato equita­tivo y rápido.

Desde entonces, por una curiosa inversión, los poderes públicos de todo el mundo se pusieron sobre todo en guardia, no contra lo que era malo, o potencialmente malo, para la sa­lud, sino contra aquellos que denunciaban los riesgos. La su­misión de los poderes públicos al lobby de la industria es cons­ternadora y en muchos casos parece que hace pasar a un segundo plano la protección de los individuos. ¿Y qué decir de los altos responsables que emigran del sector público al priva­do y que con frecuencia han favorecido a sus futuros patro­nos? ¿Y de los fabricantes que se declaran los máximos defen­sores de los consumidores a la vez que trabajan activamente, a partir de la enérgica actividad de los grupos de presión, espe­cialmente en Bruselas, para que las normativas continúen sien­do minimalistas? Cuando se examinan de cerca la trayectoria y los móviles de aquellos que deciden el contenido de nuestros platos y de nuestro entorno hay motivos para estremecerse.
Sin embargo, la solución está en las manos de cada uno de nosotros: si se informa en las fuentes más fiables y objetivas posible, el consumidor tiene un poder de regulación: el de la sabia elección de sus adquisiciones. El boicot es un arma fatal. Que además hay que manejar correctamente con una infor­mación independiente, lo que intentamos facilitar en este li­bro. La ciencia tiene el deber de garantizar la protección de los individuos. Frente a los obstáculos, las denegaciones y los intereses financieros, los gobernantes son demasiado timora­tos: cuando el 52% de los franceses coloca los vínculos entre salud y medio ambiente a la cabeza de sus preocupaciones, la lentitud de las decisiones para limitar nuestra exposición a los contaminantes químicos es inaceptable. [El 88,7% de la po­blación española de dieciocho o más años percibe como muy elevada la influencia del medio ambiente sobre la salud, según la encuesta Mapire de noviembre de 2010.] Afortunadamente, los datos científicos se acumulan y es del todo posible actuar, individual y colectivamente. No obstante, la información in­dependiente no es siempre fácil de encontrar, por lo muy con­fusos que son (voluntariamente) los mensajes.
Este libro tiene como finalidad ayudaros a beber, comer, respirar incluso, sin miedo y con seguridad, limitando el ries­go de caer enfermo o de agravar un trastorno actual. Se sitúa en el punto de vista de la ciencia, de la buena ciencia, aquella que protege. ¡A vosotros os toca aceptar el reto, y cambiar quizás algunos hábitos para adquirir un mayor bienestar!

Índice

Prólogo 9

Introducción 15

Referencias 21
Aditivos y plásticos alimentarios. Los nuevos peligros a evitar 37
Los tóxicos. Itinerarios de los venenos 75
Los pesticidas y sus residuos 75
Los perturbadores endocrinos 102
Los metales traza y elementos mixtos tóxicos 128
El problema del agua 153
Aire interior. Hábitat, juguetes, limpieza, bricolaje: lo que podemos hacer nosotros 181
Cosméticos y textiles 209
Neutralizar los compuestos químicos.
Los medios naturales 231
Conclusión. Perspectivas para el futuro 241
Guía de los tóxicos que debemos evitar 255

Los diez mandamientos antitóxicos 257
Proteger el hígado 259
Los aditivos 261

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